Por: Carlos Granés, escritor, ensayista colombiano. Autor del ensayo Delirio Americano, uno de los libros más vendidos en 2022.
Con motivo de su nuevo libro, El fuego de la imaginación, un tomo que recoge sus artículos y ensayos sobre literatura, teatro, cine y arte, y de Un bárbaro en París, una extensa muestra de su francofilia que se publicará este mes para celebrar su ingreso a la Academia Francesa, me reuní en las primeras semanas de este año con Mario Vargas Llosa, en su piso de la calle Flora y lo acompañé en sus caminatas matutinas por Madrid para hablar un poco de todo, pero sobre todo de aquello a que ha dedicado su vida: la literatura.
Carlos Granés: Este tomo monumental, El fuego de la imaginación, demuestra que además de escritor has tenido una vida muy activa como lector y espectador. ¿A qué se debe esa fascinación por la cultura?
Mario Vargas Llosa: En el caso mío es clarísimo que fue una manera de escapar al control de mi padre. Clarísimo. Me interesé por los libros, por el teatro, por las exposiciones para escapar de la presión. Mi padre quería que yo fuera un profesional tradicional y la literatura era algo que no le cabía en la cabeza. Él pensaba que los escritores eran borrachos, bohemios o maricones. Eso era para él el horror. Tener un hijo maricón y literato, el colmo. Entonces me metió en el Leoncio Prado, el colegio militar, porque esperaba que los militares y las letras fueran incompatibles. Le salió el tiro por la culata. La presión que yo tenía en la casa por parte de mi padre era tan anti literaria, tan anti todas las cosas que me seducían, que por eso encontré en la cultura una defensa que normalmente no se buscaba en la cultura. A medida que él ejercía esa dictadura, yo me defendía escribiendo.
Sin embargo, después como periodista has vuelto a meterte en esa realidad del autoritarismo y del poder. ¿Por qué?
En el cuarto de media [quinto de bachillerato] se me ocurrió que el periodismo podría ser una fuente de ingresos. Y como él, mi padre, era gerente de una compañía periodística, la International News Service, que además tenía la exclusiva de La Crónica, le sugerí la cosa periodística. Contra eso no podía oponerse porque era una forma de ganarse la vida. “Yo te puedo conseguir algo”, me dijo, y me llevó a La Crónica. Yo era chiquillo y me hice amigo de los dos redactores más jóvenes, que de todas formas eran mucho mayores que yo. Carlitos Ney Barrionuevo y otro que ya no recuerdo cómo se llamaba. Carlitos Ney fue un redactor muy importante. Escribía poesía, y me acuerdo que me hizo leer a César Vallejo, a Martín Adán… A Sartre yo creo que me lo hizo leer también. Ganaba nada, y sin embargo podía estar abonado a la Les Lettres Nouvelles y a Les Temps Modernes. Por entonces yo me cuestionaba eso de ser escritor en un país como el Perú. ¿A quién le interesaba la literatura en el Perú? No había editoriales, había cuatro librerías en Lima que eran una mierda, que recibían poquitos ejemplares. Entonces a mí me vino el secreto anhelo de ser un escritor francés. Decidí aprender francés en la Alianza Francesa.
Mario Vargas Llosa en su biblioteca.
Esa francofilia va a ser premiada el 9 de febrero, cuando se oficialice tu ingreso a la Academia Francesa, y una semana después, cuando se publique Un bárbaro en París, una selección de ensayos que escribiste sobre Francia y su cultura. Había una fascinación por Francia en esa época, ¿a qué se debía?
Era una manera de escapar de la cosa americana, probablemente, y porque la literatura francesa era muy rica en ese tiempo. En cierta forma, desbordaba a Francia, ocupaba el mundo, no había figuras más importantes que un Sartre o un Camus. Eran las grandes figuras y además se consideraba que era la gran literatura de la época. Yo me entregué a la literatura francesa de una manera sistemática desde que empecé a aprender a leer, a los pocos meses de estar en la Alianza Francesa. Mi sueño de llegar a París era a través de España, con una beca, la Javier Prado. Era necesario ser bachiller. Entonces yo hice mi tesis de bachiller sobre Rubén Darío. Me presenté a esa beca con angustia y desesperación, y felizmente la gané. Me había casado con Julia Urquidi y no habría podido viajar a Europa sin esa beca. Eran 250 dólares, una fortuna para España. Allá tuve un profesor que había estado en los campos de concentración y que luego había encontrado a la amante de Rubén Darío, Francisca Sánchez, en un pueblecito. Él me llevó a conocerla. Le habían dado un departamentito porque había entregado al Estado español, por consejo de este profesor, los documentos de Darío. Y me acuerdo que le pregunté por José Santos Chocano [poeta modernista peruano], y recuerdo clarito que me dijo: “Don Rubén le tenía mucho miedo”. Porque Chocano era un matón. Existen esas cartas increíbles donde le dice: “Te he enviado mi libro sobre indoamérica hace una semana y no he visto todavía un artículo tuyo”. Le tenía terror. Los elogios de Rubén Darío a Chocano están escritos por el terror (risas).
En El fuego de la imaginación hay un artículo de 2019 sobre Rubén Darío. ¿Cuál es la importancia de Darío?
Él cambia la poesía en América Latina. En primer lugar, lee a los franceses, lee a los europeos…
¿Y cómo explicas que alguien nacido en un pueblito perdido de Nicaragua haya tenido ese apetito cosmopolita?
Bueno, Nicaragua es un país muy chiquitito y sin embargo de grandes poetas. ¿Qué nicaragüense no escribe poesía?. Yo creo que Rubén Darío expresa todo eso. Era un indio, un cholo, que tenía esa facilidad de leguaje maravillosa, y además se da cuenta muy joven que si no sale de ese país se va a convertir en un poeta local. Entonces se va a vivir a Chile.
Carlos Granés y Mario Vargas Llosa durante la entrevista en Madrid.
Su poesía, y la poesía modernista en general, es muy cosmopolita, tiene referencias francesas, orientales, grecolatinas…
¡Muy cosmopolita! Viene de sus lecturas, sobre todo de lecturas francesas. Y además se va a Europa muy pronto. Él marca un ejemplo, por él todos quieren irse a Europa. Los latinoamericanos, si hay algo que tienen en común, es sentir las fronteras de su país como los barrotes de una cárcel. Se anhela romper esos barrotes, escapar de América Latina, creando al mismo tiempo una América Latina con una visión más internacional. Fíjate, salen de todos los países del continente, empezando por los argentinos, que tenían una atmósfera mucho más rica que el resto de los latinoamericanos. Salen de Argentina y salen de México, muchos.
Europa cumple esa función: crea una América Latina sin fronteras, donde los problemas son más o menos comunes. Yo me encuentro en París, a donde llegué con la pretensión de ser un escritor francés, que se estaba leyendo a los latinoamericanos. Allí vivían latinoamericanos que no conocías en el Perú, por ejemplo. En el Perú era muy difícil saber de Cortázar. Y encontrarme con esa América Latina fue para mí empezar a sentir que tenía sentido ser peruano. Además, en ese libro maravilloso que es el segundo tomo de Situations, la literatura comprometida, Sartre decía que ser un escritor en cualquier parte tenía sentido porque era una forma de denunciar lo que ocurría, y que el escritor no estaba obligado a servir al Estado.
Inmediatamente después de la generación de Rubén Darío y de los modernistas viene una reacción más regionalista y nacionalista, lo que tú llamas la literatura de la tierra o primitiva. Esa novela tuvo mucho auge.
Mucho auge. Yo creo que mi generación, para llamarla de alguna manera, reacciona contra el indigenismo. El indigenismo se ocupaba de los indios, denunciaba los atropellos contra los indios, pero al mismo tiempo descuidaba totalmente tanto la prosa como la estructura de las novelas. Eran muy elementales, muy primitivas; era una literatura muy subdesarrollada, y yo tenía la intuición de que esa no era la literatura de verdad, que no era la literatura que yo quería hacer porque yo había nacido en la ciudad, había nacido en un medio que no era la cosa indigenista. El indigenismo es una de mis obsesiones: eso no podía representar a América Latina. Y al mismo tiempo, otros escritores que yo no conocía, porque yo los leí mucho después, como Carlos Fuentes en México, Borges en Argentina o García Márquez en Colombia, clarísimamente estaban en la misma línea. Yo conocí esa literatura latinoamericana en Francia. Con ella me identifiqué muy rápido, a pesar de que había ido a Francia con la idea de convertirme en un escritor francés (risas).
Mencionas a Borges, que quizás es el autor latinoamericano del que más has escrito. ¿Cuál es el elemento borgiano que te ha seducido tanto?
El caso absolutamente extraordinario de Borges es la lengua. La lengua de Borges es una especie de milagro en la literatura. Borges emprende con sus padres ese viaje a Europa y queda varado en Suiza, entonces toda la carrera estudiantil la hace en Suiza. Aunque eso no explica el lenguaje de Borges. Ahí hay algo muy personal; él crea un lenguaje que es todo lo contrario del español tradicional. Es un español muy ceñido, que le sirve para escribir cuentos o pequeños textos. Es un lenguaje que tiene que ver fundamentalmente con el inglés o con el alemán, pero no tiene nada que ver con el español porque el español no es eso, no es Borges. Al contrario, el español es Ortega y Gasset o su generación, que son grandes escritores en el sentido más numeroso. Todo lo contrario de lo que es Borges, que es una persona tan absolutamente estricta, que utiliza esos adjetivos maravillosos: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”. ¡La unánime noche!, qué cosa tan extraordinaria, original.
¿Y a Neruda cómo lo conociste?
Me invitó a pasar un fin de semana en su casa de Isla Negra. Era muy divertido porque se levantaba muy tempranito a izar la bandera de Chile, y tocaba una especie de clarín o corneta. Se levantaba temprano y le hacía un homenaje a Chile. La casa no era muy organizada, pero tenía colecciones de todo, de libros, de conchas marinas, de botellas raras de whisky. Me acuerdo que también estaba Juan Rulfo y la gran preocupación de Neruda era que lo cuidáramos a Rulfo porque no abría la boca. Decía “cuídenlo, cuídenlo, se va a desmayar en cualquier momento”. Rulfo parecía mudo. Neruda, por su lado, eludía hablar de política. Con nosotros, al menos. Ese tema no lo tocaba. Hablaba de sus colecciones.
Y él, siendo el prototipo del intelectual comunista, ¿evadía la política?
Ese tema no lo tocaba. Él era comunista, clarísimamente, pero al mismo tiempo tenía esa cosa sensual. Le gustaba la buena comida, la buena bebida. Una vez yo me encontré en un avión, yendo a Chile, con unas personas que le llevaban caviar desde Rusia. Y la directora de la Joven Guardia me dijo, la primera vez que fui a la Unión Soviética (fui a protestar, porque había descubierto que me habían volado 20 o 40 páginas de La ciudad y los perros por censuras morales), “al único que se le paga aquí en dólares es a Neruda”. Fue una gran decepción esa primera visita a la Unión Soviética
El comunismo, pero sobre todo Fidel Castro, despertó una fascinación enorme en todo el continente.
Fue enorme.
Castro debió ser una persona imponente.
No te dejaba hablar. Cuando lanzó la primera redada contra los homosexuales [1965], yo le mandé una carta y él me invitó a comer. Me mandaron un pasaje. Éramos un grupo pequeño, donde había algunos cubanos. Era la época en la que el Che andaba oculto, y por eso a lo largo de la cena Fidel decía: “Va a aparecer, va a aparecer, ¿dónde aparecerá?”. Luego se sabría que estaba en Bolivia. Pero en esa cena no dejó colocar palabra. Habló él toda la noche. De ocho de la noche a ocho de la mañana. Uh, qué horror. Dijo que habían cometido errores, pero que los iban a corregir. Quedé muy impresionado con la personalidad, pero no me convenció absolutamente nada.
Eso fue hace mucho y sin embargo Cuba en las mismas.
Muriéndose de hambre. En un estado comatoso.
Vas a publicar una próxima novela.
En el mes de octubre, sí, una novela centrada en la música peruana. El vals, las marineras y la idea del protagonista, Toño Aspilcueta, de unir a la familia peruana, desde la clase más alta a la más humilde. Piensa que la gran revolución será la integración del país a través de la música.
Ahora que entras a la Academia de “los inmortales», como se la conoce, después de haberte ganado el Nobel, ¿ha llegado el momento de hacer balance de tu vida…?
Hacer un balance no tiene mucho sentido. Yo seguiré tratando de escribir, quizá no novelas, no creo que las pueda escribir en el futuro, pero sí ensayos. Ensayos que son casi novelas.