Por: Carlos Granés
Escritor, ensayista, autor del libro ‘Delirio Americano’.
Especial para Revista Alternativa
Tras los sobresaltos pandémicos, las promesas de cambio y una nueva y sufrida Copa del Mundo para Argentina, la historia latinoamericana ha vuelto a su cauce habitual. En la recta final de 2022, eventos como la intentona golpista de Pedro Castillo y la condena en primera instancia a Cristina Fernández de Kirchner sirvieron para comprobar que el autoritarismo, la corrupción, el populismo, el ataque a la justicia, la ciega fidelidad de los bloques ideológicos y la violencia siguen corroyendo las democracias latinoamericanas. Los delirios del siglo XX sobreviven en el presente, y el 2023 que recién comienza se muestra propicio para que se manifiesten con intensidad.
El terreno está abonado. Nos preparamos para enfrentar un largo año de crisis económica que seguramente repercutirá en la gobernabilidad de todos los países. Aunque los aprietos inflacionarios detonados por la guerra en Ucrania empezarán a moderarse, las tasas de interés seguirán altas y esta suma de elementos conducirá a la desaceleración de economías que ya venían enfriándose desde 2015.
Más que una política progresista, el decrecimiento es una nociva realidad pospandémica que está devolviendo a la pobreza a millones de personas en toda América Latina.
«Del populismo al autoritarismo hay muy pocos pasos, y poco importa el signo político que diga defender el redentor»
Los problemas económicos no son los únicos, y ni siquiera los más graves, que tendrá que afrontar el continente en 2023. La tormenta que está gestándose es política, y los nubarrones que la alimentan contienen el viejo detritus de la demagogia y el despotismo. Dos casos recientes han vuelto a demostrar que el delirio autoritario sigue manifestándose en climas políticos y sociales adversos. A lo Fujimori, Castillo trató de disolver el Congreso para resolver una crisis de gobernabilidad que tenía paralizado a Perú desde 2017, y el salvadoreño Nayib Bukele ha suspendido las garantías jurídicas para apaciguar la conflictividad de las maras.
Del populismo al autoritarismo hay muy pocos pasos, y poco importa el signo político que diga defender el redentor. Desde la derecha, Bukele destituyó al fiscal, a cinco jueces y a cuatro suplentes de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, y ahora controla el poder judicial y puede violar la Constitución para reelegirse en 2024. El guión ya lo conocemos.
Arropado por la popularidad que le ha dado su campaña extrajudicial contra la delincuencia, es muy probable que veamos desplazar a El Salvador al lote de países que, como Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya no pueden llamarse democracias.
Un poco más al norte, en México, el delirio autoritario hierve en los cuarteles de la izquierda. Recordemos que el primer líder del continente que se negó a aceptar un resultado electoral no fue Trump, sino AMLO, y que también él, como Petro o Bolsonaro, expresó dudas sobre el sistema electoral de su país. Pues bien, ahora está intentando reformar sin necesidad ni consenso el Instituto Nacional Electoral, una jugada que supone un asalto a un organismo independiente, típica tentación populista, para debilitarlo y rebajar su poder de sanción a los candidatos sospechosos. De cara a las elecciones legislativas y presidenciales de 2024, esta será la principal amenaza para la democracia mexicana.
La nueva alianza de AMLO con el Ejército tampoco da ninguna tranquilidad. Si el gran acierto de Plutarco Elías Calles en 1928 fue cambiar el perfil de la Revolución para que no fueran los militares, sino los políticos, los encargados de regular la vida pública, la concesión que les ha dado AMLO en el manejo de grandes proyectos de infraestructura, el control de aduanas, la seguridad ciudadana e incluso negocios turísticos, los devuelve al primer plano y les da una función similar a la que ya tienen en Cuba y Venezuela.
El asunto es alarmante porque el autoritarismo es la consecuencia inevitable del asalto populista, y de poco sirve que las urnas impidan la perpetuación del caudillo en la Presidencia. El correísmo en Ecuador o el evismo en Bolivia siguen vivos, también el trumpismo en Estados Unidos o el bolsonarismo en Brasil. Estas fuerzas políticas intentan fundar nuevos regímenes que impidan la alternancia política. De ahí que sean los principales instigadores de otro mal latinoamericano, el delirio sectario, que nuevamente se observa en los casos de Castillo y Kirchner.
Ante un golpe fallido y un desfalco de mil millones de dólares de dinero público, hemos visto un cierre de filas acrítico por parte de la izquierda latinoamericana, incluso de la española, que denota una inverosímil permisividad con el autoritarismo y la corrupción de los aliados.
El sectarismo está aniquilando el sentido crítico y fomentando el descrédito de la justicia, que de no fallar a favor de los míos es señalada de emprender un lawfare, la instrumentalización de las leyes para fines políticos, o de “judicializar la política”, como se dice ahora en España.
El Grupo de Puebla y la vicepresidenta del gobierno español, Yolanda Díaz, se han solidarizado con Kirchner, lo cual supone deslegitimar la acción de los jueces, mientras que AMLO, Petro, Arce y Alberto Fernández han hecho lo mismo con Castillo, algo aún peor porque el intento de golpe fue en directo y por televisión: lo vimos todos. El delirio sectario concibe que todo líder nacional popular está por encima de la ley, porque al fin y al cabo las instituciones las han creado las élites y las castas para impedirle al pueblo lograr el cambio social. Enfrentarse a las demás instituciones del Estado o violar la Constitución no es por tanto arbitrario, sino inevitable cuando se convierten en obstáculo de la voluntad popular.
«Ante un golpe fallido y un desfalco de mil millones de dólares de dinero público, hemos visto un cierre de filas acrítico por parte de la izquierda latinoamericana»
“El correísmo en Ecuador o el evismo en Bolivia siguen vivos, también el trumpismo en Estados Unidos o el bolsonarismo en Brasil”
Otro problema que afectará la gobernabilidad en el futuro inmediato será el delirio insurreccional. En varios países se han conformado fuerzas sociales o políticas que tienen un enorme poder para movilizar la calle y promover estallidos sociales. En Perú, lo vimos recientemente, la detención de Castillo sacó a miles de manifestantes, algunos de ellos animados por sectores ilegales –la minería y el narco- o por facciones políticas radicales. Es difícil predecir qué tanto durará Dina Boluarte en la Presidencia. Lo que sí parece claro es que las protestas acelerarán el proceso sucesorio, y en este río revuelto ya hay un viejo conocido tratando de sacar partido: Antauro Humala.
Hermano del expresidente Ollanta, Antauro fue el responsable de un intento de golpe en 2005, el Andahuylazo. Ya cumplió condena por los hechos y ahora fantasea con presentarse a unas futuras elecciones o con lanzar directamente una “marcha sobre Lima”. Las reminiscencias fascistas de su tentativa empatan muy bien con la filosofía etnocacerista que defiende, una mezcla de indigenismo ancestral, nacionalismo y militarismo. En pocas palabras, un fascismo latinoamericano que ya demostró inclinación sediciosa y que ahora, con un gobierno débil, puede convertirse en otro factor de desestabilización política.
En Ecuador también sigue vivo, y cada vez con más fuerza, el indigenismo revolucionario. Leonidas Iza, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, CONAIE, fue uno de los protagonistas del estallido de 2019 y una figura visible en todas las revueltas populares que se han sucedido desde entonces. “Comunismo indoameriano o barbarie”, es su lema, y su ideología combina la reivindicación étnica con un marxismo proclive a la confrontación violenta. Si Antauro se inclina a la derecha, Iza lo hace hacia la izquierda, pero ambos buscan lo mismo: instaurar gobiernos nacionalpopulares con un sello étnico de difícil anclaje en el sistema democrático.
Los estallidos populares pueden repetirse en cualquier momento. Argentina, por ejemplo, se verá ante el desafío político más importante de 2023, unas elecciones generales en medio de una crisis inflacionaria aplastante. Si persiste la ola de desafección hacia el oficialismo, la más que probable derrota del peronismo kirchnerista demostrará que América Latina no estaba girando hacia la izquierda, como se dijo, sino a lo nuevo, a cualquier opción política que prometiera cambio, renovación y hasta refundación de la patria. Lo que está por ver es a quién adjudicará el electorado ese poder renovador, si al centro derecha de Macri o al representante latino de la Internacional Desmelenada, ese trío de políticos con pelambres enigmáticos que, junto a Trump y Boris Johnson, completa el economista Javier Milei.
Sintonizado con el populismo derechista, Milei tiene una concepción salvaje de la política similar a la de Trump, una mezcla de antiprogresismo, performance transgresora, libertarismo económico y moral reaccionaria. Su delirio insurreccional no apunta a las calles, sino a la cultura. Junto con los españoles de Vox, Milei es uno de los nuevos líderes que está empeñado en ganar una batalla cultural que reivindique los valores de la derecha sobre los de la izquierda. Ya debería saberse que el sectarismo de izquierdas solo consigue despertar el sectarismo de derechas.
“Los otros dos países importantes de la zona, Chile y Colombia, se debaten entre el juego institucional y la movilización popular”
Boric y Petro tienen un corazón populista y una cabeza pragmática, la del primero alertada por los golpes recibidos tras el fracaso de la Convención Constitucional a la que ligó su gobierno. El gran reto que tiene para este año es mantener el consenso alcanzado con otros trece partidos que reencause la redacción de un nuevo texto, mediado por el rigor técnico y la participación popular. Ese puede ser el garante de estabilidad para su gobierno; en el caso de Petro, será el tema de la paz.
«América Latina no estaba girando hacia la izquierda, como se dijo, sino a lo nuevo, a cualquier opción política que prometiera cambio»
No le espera un año fácil al presidente de Colombia. Son tantas las expectativas que despertó en campaña, todas tan difíciles de materializar, que muy fácilmente el entusiasmo que hoy despierta se puede convertir mañana en frustración. La experiencia de Boric seguramente fue una campanada de alerta que lo animó a iniciar su gobierno de forma atronadora; también, a apropiarse de una bandera que en este momento, tras el hundimiento del uribismo, tiene un notable efecto aglutinador: los acuerdos de paz. Mientras la ciudadanía mantenga viva la ilusión de un cese de la violencia, Petro podrá soslayar las dificultades económicas. De lo contrario, con nubarrones en el horizonte, es posible que se manifieste su delirio redentor y lírico, ese convencimiento que tiene en el poder mágico de su palabra para crear y movilizar multitudes. Si el cambio que pretende hacer no desborda las instituciones, su gobierno puede avanzar reformas importantes. Pero si el delirio se apodera de él y empieza a forzar la máquina o a templar los músculos de la masa, entenderemos por qué se mostró tan complaciente con el intento fallido de golpe en Perú.