Por: Juan Paredes
Analista, exdirector del diario El Comercio de Perú
La escalada de violencia que vive el Perú desde la vacancia y captura de Pedro Castillo podría no llamar a sorpresa, porque ella es precisamente la que habría concebido y planificado el expresidente para el caso de que fuese expulsado del poder, como en efecto sucedió, o para el caso de que hubiese tenido que resistir desde el poder las consecuencias de prolongar ilegalmente su mandato, si el golpe de Estado le funcionaba.
Castillo pasó muchos meses realizando visitas y consejos de ministros en provincias quejándose duramente de que no podía satisfacer muchas demandas urgentes de la población porque sencillamente la oposición congresal no lo dejaba gobernar. Así fue profundizando dos victimizaciones: la victimización de las poblaciones del sur del país, ahora alzadas en violentas protestas, exigiendo su vuelta a la Presidencia, y la victimización suya propia, que lo presentaba como un mandatario al borde de un malsano derrocamiento.
La victimización de Castillo como el pobre profesor rural llegado al poder para encontrarse sometido a la tortura política opositora de la derecha y de los medios y al asedio injusto de la Fiscalía de la Nación, que le pisaba los talones, escondía cínicamente la verdad de su implicancia directa e indirecta en delitos penales graves, por lo cuales constitucionalmente podía ser investigado, pero no acusado. Esto le permitió añadir una fortaleza más a su favor: que la compra de votos en el Congreso, a cambio de favores gubernamentales, le aseguraba casi cien por ciento que quienes buscaban vacarlo no pudieran reunir los 87 votos necesarios. Victimización e impunidad hicieron en Castillo una combinación perfecta para los fines que perseguía.
Aunque muchos de sus seguidores no quieran creerlo y otros conozcan muy bien su situación judicial y prefieran guardar silencio y reserva sobre ello, lo cierto es que Castillo es un procesado en prisión preventiva por el delito de rebelión, al cual se sumarán muchos cargos penales más provenientes de las carpetas fiscales anticorrupción. Castillo no ha perdido contacto con sus seguidores desde la prisión y menos aun con aquellos operadores que en su momento se encargaron, con recursos del Estado, del reclutamiento de masas de voluntarios y reservistas del ejército a quienes él personalmente y su ex primer ministro Aníbal Torres, invocaron, a patio lleno de Palacio de Gobierno, a ponerse de su lado y en contra de quienes supuestamente pretendían darle un golpe de Estado.
Con esa permanente idea quejumbrosa de un golpe de Estado inminente en su contra, Castillo involucró a la OEA y a no pocos mandatarios de la región en una cruzada en su defensa, ignorando todos ellos que quien tenía un golpe de Estado preparado contra el orden constitucional peruano y que resultó fallido era nada menos que el mismísimo expresidente.
El problema de fondo del momento no es solo saber qué evolución final va a tener la escalada de violencia que aún no logra controlarse en el sur y que ha extendido sus tentáculos al bloqueo de carreteras nacionales, a la paralización de aeropuertos y a una llamada “toma de Lima” que fue contenida policialmente sin necesidad de apoyo militar. El otro problema de fondo consiste en saber cuánto va a poder sostenerse en el poder Dina Boluarte, otrora vicepresidenta de Castillo, hoy convertida en la primera mujer presidenta en la historia del Perú, obligada, por las circunstancias, y al costo que fuere, a la defensa del Estado de derecho y del orden público. Y por supuesto obligada también a rebatir los insistentes llamados a su renuncia del cargo a nombre del lamentable saldo de más de cuarenta muertos que suma la escalada de violencia, no exenta de infiltración y actuación decisiva de organizaciones y efectivos terroristas, ligados a Sendero Luminoso, a cuyo brazo político, el Movadev, pertenecía el pasado sindicalista de Pedro Castillo.
“Nada asegura tampoco de que el adelantado electoral, de lograrse, vaya acompañado de las reformas que se buscan y de la confianza en un sistema electoral cuyas actuales cuestionadas autoridades se resisten a dar un indispensable paso al costado”
Entretanto, si bien la salida de Castillo supone un respiro de alivio para la democracia en el sentido de que no hay un proyecto de régimen comunista en el poder, la incertidumbre política, social y económica aún es latente y se manifiesta en casi todos los indicadores que mueven las oscilantes agujas de confianza y desconfianza en el país. De lo que sea capaz de hacer el Gobierno en los próximos días en el control del orden interno y en la apertura al diálogo y su manejo inteligente, dependerá que el Perú recobre la calma, encamine serenamente su hoy adelantado calendario electoral y se aproxime a una mejor suerte en el cotejo futuro de sus opciones presidenciales y parlamentarias para los próximos cinco años.
Sin embargo y finalmente, un tercer problema de fondo arroja cierta niebla sobre la tensa y frágil transición que lidera Boluarte: la posibilidad de que la segunda votación pendiente del adelanto electoral, como reforma constitucional, no se produzca, y tengamos que esperar hasta el 2026, con las consiguientes obvias consecuencias de rechazo público. Nada asegura tampoco de que el adelantado electoral, de lograrse, vaya acompañado de las reformas que se buscan y de la confianza en un sistema electoral cuyas actuales cuestionadas autoridades se resisten a dar un indispensable paso al costado.