Jueves, 21 de noviembre de 2024 Suscríbase
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Política

¿Estados sin autoridad? El reto de la «Nueva normalidad»

Por Pedro Medellín Torres Director Nacional de la Escuela Superior […]

Por Pedro Medellín Torres
Director Nacional de la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP)

En un momento en que los gobiernos comienzan a desmontar las restricciones a la movilidad y a reducir los niveles de alerta, para entrar en la fase de la pandemia que llaman “la nueva normalidad”, en Colombia se desata un gran debate público por las decisiones tomadas por el Gobierno frente a la necesidad de reactivar la economía.

Los tumultos y grandes aglomeraciones de gente, causadas por el “día sin IVA” en varias ciudades del país, en un momento en que siguen creciendo los contagios por Covid-19, llevó a que el Gobierno Nacional fuera cuestionado por la “irresponsabilidad de haber tomado la medida”, en tanto que a las alcaldías se les atacaba por “haber sido incapaces de garantizar que los centros comerciales cumplieran con los protocolos requeridos”.

Sin embargo, más allá de la responsabilidad que les puede caber a los gobernantes, la situación ha puesto en evidencia un problema que cada día desborda al Estado colombiano: la indisciplina social. No se trata solamente de los tumultos provocados por las rebajas ofrecidas por el “día sin IVA”. No. También (y sobre todo), se trata de la desobediencia que está detrás de los comportamientos ciudadanos, que diariamente parecen estar desafiando a la autoridad del Estado con el incumplimiento de las medidas tomadas para combatir el coronavirus en el país.

Solo en el fin de semana comprendido entre el 13 y el 15 de junio, la Policía tuvo que intervenir para poner fin a 1.861 fiestas y reuniones que se registraron durante el puente. De ellas, 1.432 se realizaron en casas y apartamentos (76,9 %). Y de ese total, en Cali fueron intervenidas 250 fiestas y en Barranquilla 284. Otras 419 fiestas clandestinas se realizaron en establecimientos públicos (22,5 %). ¿Cuántas fiestas más que no fueron intervenidas por la Policía, se realizaron?

Lo grave es que las 1.861 fiestas intervenidas en el primer puente de junio, representan un incremento cercano al 40 % de las intervenidas por la Policía en el puente pasado (del viernes 22 al lunes 25 de mayo), cuando tuvieron que poner fin a 1.333 fiestas.

Es bastante probable, que una buena proporción de los 2.601 casos de nuevos contagios registrados durante los días 6 y 7 de junio pasado, hayan tenido su origen en esas 1.333 fiestas en que la Policía tuvo que intervenir dos semanas atrás. Y lo mismo, que una buena parte del número de nuevos contagiados que se registren los próximos 27 y 28 de junio, tengan como explicación las 1.861 fiestas realizadas dos semanas antes, así como nuevos casos que se reporten el 3 de julio, podrán ser explicados en alguna proporción, como consecuencia de los tumultos y aglomeraciones del “día sin IVA”. Ahí vamos a ver el verdadero impacto de la medida.

Es evidente que el problema más complejo está en las conductas de los ciudadanos. No solo creen que son inmunes al contagio, sino que tampoco se sienten ante la obligación del acatamiento de las normas fijadas por el Gobierno para evitar la propagación del virus.

En la noche del domingo en que se celebraba el Día del Padre, la Policía tuvo que intervenir en Cali, una fiesta en la colonia nariñense, que reunía más de 500 personas, y otra en la “verbena” vallegrande del oriente, con participación similar, con orquesta incluida.

¿Un estado sin autoridad?

En los últimos tiempos se han visto todo tipo de evidencias de cómo el Estado parece estar perdiendo el derecho a la coacción sobre los ciudadanos, y la resistencia de éstos a cumplir con el deber de la obediencia a aquel.

Los desafíos abiertos en las calles (incluyendo agresión física) a la autoridad policial en París, Londres o Nueva York, los ataques violentos a almacenes y centros comerciales, o su negativa a cumplir con las medidas de bioseguridad, tomadas por los gobiernos, no reflejan otra cosa que la convicción de que el Estado está perdiendo autoridad. Ya no le reconocen la legitimidad para dictar leyes, ni la obligación de obedecer sus decisiones. Cada vez es más frágil el consentimiento de los gobernados a las decisiones de los gobiernos. Y cada vez más débil el contrato social en el que el Estado provee protección y seguridad, a cambio de que los ciudadanos se comprometan a pagar los impuestos y acatar las leyes.

En Colombia dos factores, estrechamente relacionados, han debilitado la autoridad del Estado: la corrupción y la crisis de la justicia. Todavía no se ha valorado bien el costo que tiene para la legitimidad estatal, que a diario los colombianos vean cómo los grandes agentes de la corrupción se pasean libres y desafiantes por los más altos círculos políticos y sociales, sin que reciban castigo por apropiarse del dinero de los contribuyentes. Y mucho menos, se ha medido el costo de ver un aparato judicial que se resiste a una reforma que no solo garantice una pronta y cumplida justicia que acabe con la impunidad, sino también, con el penoso espectáculo de las disputas electorales que paralizan los más altos tribunales.

Lo cierto es que las agresiones a la Policía en el país, están siendo más frecuentes, así como las quemas de recibos de pago de servicios públicos o los ataques violentos a los sistemas de transporte público o a los almacenes y centros comerciales.

Lo cierto es que, en Colombia o en cualquier otro país, sin un sistema de justicia que funcione pronta y adecuadamente, los ciudadanos encontrarán todo tipo de incentivos para actuar sin control ni respeto por las normas, ni tampoco tendrán argumentos para creer que las alertas de riesgo por el contagio sean ciertas.

La consecuencia es evidente: si transgredir las leyes no implica un castigo, ¿para qué cumplir con las leyes? ¿para qué acatar las medidas del Gobierno?

La desproporción entre derechos y deberes

Más allá de los incentivos a violar la ley, la falta de justicia en una sociedad trae una consecuencia más preocupante: la desproporción entre derechos y deberes. Esto es, que la gente cree que todas sus acciones y reivindicaciones deben apuntar a la defensa de sus derechos. Se consideran conquistas que no se pueden perder, incluso a la fuerza. Pero se olvidan que esos derechos entrañan deberes que cumplir.

En Colombia, por ejemplo, entre 1992 y 2019 más de siete millones de colombianos recurrieron ante los jueces para hacer valer sus derechos. Esa invocación al ejercicio pleno de los derechos pareciera dibujar una sociedad que busca hacer de la dignidad y la calidad de vida, una condición de ciudadanía.

Sin embargo, el problema está en que los colombianos no parecen tener la misma vocación para hacer valer sus deberes. Solo para considerar un frente que ilustra bien el problema: los niveles de evasión de impuestos son alarmantes. Según los cálculos de la Dian, la evasión de los impuestos de renta e IVA podrían superar los $40 billones de pesos anuales; la evasión a la protección social llega a los $15 billones anuales, un monto similar al que se calcula por la evasión de los impuestos de renta por parte de las empresas. Todo sin considerar las cifras sobre las conexiones ilegales a los servicios públicos, el incumplimiento de las normas de convivencia ciudadana o las normas de tránsito.

En un país que rigen los derechos sobre los deberes, pasan tres cosas:

  1. Los ciudadanos toman sus decisiones buscando el máximo beneficio, sin importar si esa decisión se hace a costa de incumplir la ley. Lo que importa es ganar lo que más se pueda;
  2. Si se les pide que sacrifiquen algo de ese beneficio que quieren ganar (incluso ilegalmente), porque con ello se beneficiarían todos, se negarán argumentando: ¿si hago el sacrificio qué, o quien, me garantiza que mi vecino, también lo haga? esa desconfianza lleva a que la gente crea que no es necesario cumplir con los acuerdos o respetar las leyes… ¿para qué?;
  3. La búsqueda del máximo beneficio, en un contexto de desconfianza en el vecino, produce una consecuencia todavía más grave: lo privado se privilegia por encima de lo público.

La desproporción entre derechos y deberes, plantea una conclusión aún más preocupante: más que una estructura de indisciplina social, en Colombia parece regir una cultura del atajo en la que el beneficio individual está por encima del beneficio colectivo y que, incluso, hay conductas ilegales que son socialmente aceptadas, como la ocupación del espacio público o el fraude al Estado. Y no son las únicas.

Es la sociedad que (en términos de Hobbes) podría calificarse como la sociedad de los egoístas. Es decir, aquella en la que no solo están dispuestos a maximizar su beneficio de cualquier acción en que se encuentre en posibilidad de hacer, sino que también que buscará maximizar ese beneficio propio, aún si supiera que la utilidad sería mayor o más provechosa si se actúa de manera cooperativa. Y es frente a esa cultura del atajo, que el Estado colombiano ha perdido autoridad.

Y, ¿frente a la nueva realidad?

El mundo está entrando en una nueva fase de manejo de la crisis del Covid19. Se trata de una fase en la que no habrán restricciones de movimiento y tampoco recomendaciones que vayan más allá de la higiene de manos, la distancia de seguridad y el uso de la mascarilla. Los límites de aforo en los locales y actividades públicas, se mantendrán como la norma que rige las relaciones de trabajo y la sociabilidad.

Es la nueva realidad en la que se busca que la sociedad aprenda a convivir con el virus y mantenga los criterios de protección hasta que el riesgo desaparezca. Todo basado en un elemento fundamental: la responsabilidad del ciudadano. Es el principio que parte de considerar que la labor del Estado como el gran protector ha terminado, y ahora corresponde al momento de la gente y es hora de que las personas asuman la responsabilidad de su propia salud.

El problema está en que esa responsabilidad es viable para una sociedad institucionalizada, que tiene una cierta conciencia de que su salud depende de la salud de los demás, de manera que debe cuidarse y garantizar que el virus no tendrá oportunidad en su entorno.

Pero, en una sociedad debilmente institucionalizada, donde los individuos no tienen una conciencia clara de que su salud depende de la salud de todos, y que no está dispuesto a sacrificarse porque haya un beneficio colectivo, la salida resulta mucho más difícil y compleja.

En países como Colombia, se podrá invocar la confianza en los ciudadanos para que asuman con responsabilidad su cuidado y el de su entorno, pero para que esa invocación sea una realidad, hay demasiado trecho. Se trata de una cultura muy difícil de remover.

El desafío está en decidir si el Estado debe permitir o no que los ciudadanos asuman su cuidado, porque no tienen la convicción para hacerlo seria y consistentemente. O sí más bien, tiene que preocuparse por identificar y poner en marcha una serie de mecanismos que ayudarían de manera cierta en el manejo final y el cierre de la crisis del Covid-19, que es lo que estamos buscando desde hace meses.