Algunos creen que las leyes son un instrumento para acercar a la sociedad a ideales. Otros, muchas veces los mismos, creen que las leyes se evalúan según sus intenciones y no por sus resultados. Ejemplo destacado de ambas posiciones es el actual gobierno colombiano y los asuntos laborales no son la excepción.
Como resultado de lo anterior, la reforma laboral que espera ser discutida en Senado, después de su aprobación en Cámara, incluye, sin ningún reparo, todo tipo de medidas que pueden impactar de manera negativa a los trabajadores, potenciales y actuales, en Colombia.
Dentro de estas se encuentran los costos adicionales al empleo (licencia de paternidad, horas extra y dominicales, aprendices del SENA, plataformas digitales), las restricciones al mercado (contrato de trabajo indefinido, contrato de trabajo a artistas, formalización trabajo doméstico, jornada de trabajo máxima), el dirigismo económico (automatización, descarbonización y transición energética) y un mayor gasto público (formalización madres comunitarias y sustitutas a cargo del ICBF).
El Gobierno, que ve las leyes como el instrumento para decir cómo deberían ser las cosas, parte de como señala la ministra del trabajo, Gloria Inés Ramírez, una “cuestión de humanidad”. En el mismo sentido, en la ponencia positiva de Cámara, redactada por, entre otros, María Fernanda Carrascal y Alfredo Mondragón, se afirma que, hasta ahora, los asuntos laborales se han comprendido desde la óptica del “mercado laboral”, pero que así no deberían entenderse.
Lo anterior lleva a que el Gobierno se concentre en las intenciones y no en los resultados. Si bien se plantean, de manera desordenada, muchos objetivos, en realidad lo que pretenden en la reforma es “devolverles a los trabajadores sus derechos”.
No obstante, la retórica ha sido maximalista… y engañosa. Se ha afirmado que esta ley se traducirá en altos niveles de empleo, de calidad, con una reducción en la informalidad y, haciendo gala de una ininteligible intuición económica, la representante Carrascal ha repetido de manera incesante que la reforma incrementará la productividad de los trabajadores.
Pero es imposible lograrlo todo. “Devolver los derechos” es legislar para beneficiar a los que ya tienen trabajo, sacando del mercado laboral (que es un mercado, así a los políticos no les guste) a los trabajadores de menor productividad (que no es un resultado del “entusiasmo” que le pongan los trabajadores al trabajo, como parece creer la representante Carrascal, muy en el sentido en que se creía en escenarios, como el de la fallida Unión Soviética) y condenando a la informalidad o a nunca tener trabajo a quiénes ya se encuentran en esa situación.
Y es que los problemas del mercado laboral son muchos: desempleo estructural, por encima del 10 % desde, al menos, 2001; una concentración del desempleo y empleo informal en mujeres, personas de menores niveles educativos, de sectores como el de servicios, de empresas pequeñas y micro, en regiones periféricas.
Todo lo anterior está directamente relacionado con un comportamiento del crecimiento de la productividad laboral muy volátil, por decir lo menos. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la tasa de crecimiento anual del producto generado por trabajador en Colombia muestra crecimientos negativos en los años 2001, 2003, 2009, 2020 y 2023. En ningún año, se supera el 6 % de crecimiento. En los últimos 10 años, no se supera el 2 %. El panorama lo complementa una estructura de costos laborales altos, respecto de la productividad por trabajador.
Y la reforma no hace sino empeorar las reglas de un mercado laboral, que, a pesar de todo, muestra algunos aspectos positivos. Los ingresos promedios mensuales, medidos por paridad de poder adquisitivo, pasaron de USD 454 en 2002 a USD 1.079 en 2023. El número de horas efectivamente trabajadas se mantiene en niveles alrededor de las 44 horas semanales.
Se ha justificado la reforma, entre otras, porque el actual gobierno y sus aliados políticos, haciendo gala de su visión adanista del mundo, consideran que las regulaciones actuales consignadas en la ley 789 de 2002 no funcionaron. Han usado y abusado de uno de los hallazgos de varias de las evaluaciones de impacto: que el número de empleos que se esperaba no se cumplió. Pero han ignorado deliberadamente otros: que igual se crearon empleos, que muchos mejoraron en calidad, que se redujo el subempleo.
Al malinterpretar los resultados o interpretarlos a su conveniencia, han llegado a la conclusión según la cual las regulaciones vigentes hoy fueron incapaces de fomentar el empleo. De ahí saltan a creer que, entonces, ninguna regulación puede afectar el nivel de empleo.
Llegan a esto, porque no comprenden una asimetría ineludible en la sociedad: el Estado no puede hacer mucho para promover los efectos deseables, pero sí para destruir y causar problemas. Por esto, la mejor regulación laboral no incrementará, menos directamente, el volumen de empleo, pues este depende de muchas otras variables. Pero una mala regulación, como la que puede ser aprobada pronto, puede hacer que muchos trabajadores pierdan su empleo y que muchos otros nunca consigan uno.
Esto es un drama social que los senadores deberían contemplar. Ojalá lo hagan. Démonos el lujo de hablar, al menos en esto, desde el deber ser.