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¿Por qué no nos podemos olvidar de las elecciones de Congreso?

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Senado y Cámara son espacios vitales para que un Presidente asegure la gobernabilidad y la viabilidad de muchos de sus planes.

Interior del Capitolio Nacional. Aquí se definen las leyes y se hace control político.

Colombia, desde la Constitución de 1986, tiene claramente un régimen presidencialista y el primer mandatario siguió concentrando un gran poder aun con los cambios que introdujo la Constitución de 1991.

Sin embargo, en una y otra, y como en las anteriores, están consagrados tres poderes básicos: el Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo.

El Judicial, por diferentes razones -la tutela, la Corte Constitucional, la Fiscalía y otras- resultó fortalecido con la carta del 91, mientras que el Congreso por lo menos mantuvo su poder y se sostiene como un elemento clave en el funcionamiento democrático, pese a los vicios de vieja data que han deteriorado su imagen ampliamente.

Si mucha gente reniega de los congresistas, y se desentiende de las elecciones de Congreso, es por los escándalos de corrupción; los abusos en materia de remuneración, que el mismo Congreso se otorga; por la excesiva ‘burocracia’ que rodea a cada parlamentario; por esos políticos profesionales que van sin vergüenza alguna de partido en partido; por la cantidad de congresistas envueltos en escándalos de coimas y compras de votos; y por el nepotismo, que se ve en todas las formaciones. En general, por ese tufillo de ‘negociantes’ que expelen tantos parlamentarios. Evidentemente, si hay partidos personalizados, anquilosados y corruptos, no podemos tener un Congreso pulcro.

Sin embargo, es un poder concreto y es un poder que pesa. Por más que el Presidente de la República tenga atribuciones muy amplias, la Constitución lo obliga a acudir al Congreso para hacer muchos de los de cambios que se proponga y tener un Congreso en contra puede minar fuertemente su capacidad de gobernar.

Un Presidente sin capacidad de manejo del Congreso puede quedar a merced de los partidos independientes y de oposición, que se la pasarían citando ministros a debates de control político, promoviendo mociones de censura y bloqueando cuanta propuesta decida o tenga que llevar el Ejecutivo a trámite legislativo.

Con el bipartidismo liberal-conservador ya como un recuerdo, a los candidatos presidenciales les toca armar desde muy temprano coaliciones que no solo les den votos suficientes sino que, de ganar, les otorguen una base fuerte para negociar y asegurar con otras agrupaciones unas mayorías en el Congreso. Es lo que llamar gobernabilidad y, sin ella, un gobernante puede ser intrascendente o puede generar un caos monumental y hasta terminar expulsado del poder.

El presidente Iván Duque llegó al poder con el respaldo claro del Centro Democrático y el Partido Conservador, fundamentalmente, pero ya en el poder ha tenido que ir negociando cosas con Cambio Radical, los liberales y la U para sacar proyectos adelante y salir relativamente bien librado de debates políticos. Tuvo que acudir al pragmatismo político para poder gobernar.

El panorama electoral del 2022 hoy no muestra un escenario muy distinto para la mayoría de los aspirantes presidenciales. Sin embargo, hay una posibilidad alta de que se dé el escenario de un presidente con un Congreso dominado por la oposición.

Hoy la izquierda radical puede ganar la Presidencia con Gustavo Petro, según las encuestas. Pero es posible que la coalición que logre armar con distintas agrupaciones de izquierda no sean mayoría en el Congreso. La izquierda, históricamente, no ha sido fuerte en el Congreso. Y no se ve que eso pueda cambiar esta vez.

Por eso vemos a Petro haciendo alianzas con liberales de izquierda, con cristianos, con conservadores, con una vertiente del Partido Verde, no solo para hacer masa en favor de su candidatura sino para aumentar sus amigos en el Senado y la Cámara, y tener una base de gobernabilidad más fuerte.

Y, seguramente, si gana, tendrá que ampliar esa coalición negociando acuerdos con puestos y con su plan de gobierno, lo cual posiblemente lo haría menos radical. Ese es el escenario menos dramático de su elección.

Más complicado, pero no impensable, sería que optara por obligar a ese Congreso, en donde hipotéticamente sería minoría, a hacer lo que él quisiera porque es el Presidente y lo sometiera a la presión permanente de las manifestaciones en la calle. Ahí entraríamos en una fase de confrontación política muy difícil para el país.

Otro extremo posible, pero menos probable, es que, bloqueado en el Congreso, quiera imponer una constituyente para cambiar muchas cosas, entre ellas el Legislativo, con el fin de elegir uno más favorable desde el poder.

Cómo se ve, el ciudadano debería pensarlo dos veces antes de desentenderse de las elecciones legislativas. No solo porque con su voto puede ayudar a renovar una institución muy desprestigiada sino porque con todas sus limitantes, ese poder es una barrera muy importante para detener los personalismos y los extremismos de los gobernantes.