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Ilusiones de cambio

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Como decía Quevedo: “Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir”.

POR: Enrique Gómez Martínez.

Cualquiera que sea electo presidente deberá enfrentar la obsesión casi infantil de una porción mayoritaria de la población con el llamado “cambio”. Un cambio que los compatriotas desean bajo la simplificación del eslogan: ¡Cambio ya! ¡Cambio mañana! ¡Cambio sin que me cueste! ¡Cambio sin esfuerzo!

Los candidatos ostentan crecidos niveles de mesianismo y consideran que están destinados a producir ese cambio mágico que reclama la población, sin costos ni procesos.La promesa populista, en su esencia, es solo eso: promesa. Por ello, la credibilidad en la misma es limitada. Se elige al populista con la conciencia de que en realidad no va a cumplir.

Como decía Quevedo: “Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir.” Frente al propósito de cambio se levantan severos obstáculos que, cualquiera sea el presidente, serán difícilmente superables.

Los políticos, con su entramado de complicidades en el poder judicial, los grupos económicos, los despachos públicos y con el poder en los municipios y departamentos, no se han inmutado con la vapuleada del 29 de mayo a sus candidatos Gutiérrez y Fajardo. No temen a Petro y Hernández. Sin sonrojarse negocian gobernabilidad a cambio de tibios apoyos.

La clase política se mantendrá en sus quince en el Congreso, venderá caro su voto a la manera de siempre y frenará cualquier proceso legislativo o constitucional que afecte su poder e intereses y los de sus aliados. Reforma política y judicial son meras ilusiones.

En la confusión de derecho con privilegio, el sindicalismo del magisterio impedirá las reformas a la educación, la universidad pública mantendrá el status quo de la mediocridad académica, los gestores de intereses comunitarios seguirán chantajeando el progreso y los jueces seguirán legislando a diestra y siniestra, entrabando la acción ejecutiva.

La protesta sistemática, elevada a máximo derecho, seguirá como herramienta de chantaje difuso, apretando por igual a cualquiera que sea el presidente. El próximo gobierno mantendrá la cultura del cambio desde arriba o desde el nivel central, en el ritual eterno de controles y desconfianzas, sin mejorar su efectividad y alimentando la hoguera del descontento.

Entre todas estas inercias negativas el crimen organizado, la minería ilegal, la corrupción sistémica se mantendrán activas y seguirán potenciando poderosas economías ilegales. Entre los vacíos que deja esta atribulada, cruel, larga e insubstancial elección está el hecho de que los votantes no han asimilado la necesidad de hacerse partícipes en el cambio social.

La delegación en el mesías lo deja como responsable único del cambio y ha estado mezclada, también, de una finalidad de castigo a las élites enquistadas en el gobierno y el Estado, pero no genera compromisos en el votante. El Estado benefactor deben pagarlo otros: los ricos, los corruptos, los marcianos. La inoperancia del Estado (derivada de la evasión, el no pago de tarifas, el fraude) o la corrupción nunca son responsabilidad del ciudadano.

Frente a las inercias referidas, claro, podría tomarse la ruta cínica de declarar que impedirán el salto al vacío totalitario. Pero en la práctica la revolución también se compra: con subsidios, corrupción y bagatelas.

La alternativa será la de un continuismo de la mediocridad teñido de superficiales símbolos de lucha contra la corrupción.

El cambio real y duradero hacia una democracia que cree empleo, riqueza, mejore la competitividad de la economía y brinde seguridad, justicia y educación de calidad, dependerá de que los ciudadanos acepten la necesidad del proceso, la dificultad implícita del cambio e involucren la política en su cotidiano y en primera persona y no cada cuatro años en histeria colectiva por la mala calidad de las opciones que hemos construido.