El optimismo, como casi todos los sentimientos, rara vez depende de manera exclusiva de factores objetivos. Es más una actitud que asumimos ante las circunstancias que una reacción espontánea del cuerpo o de la mente frente a ellas.
No somos optimistas por química o física, somos optimistas por alma. Pero, claro está, esas circunstancias muchas veces condicionan -no determinan- eso que sentimos. Las mismas, lastimosamente, a veces nos superan. Las mismas, por fortuna, muchas veces nos motivan.
Hay lugares y personas que nos hacen sentir bien. Buenos Aires es uno de esos lugares que para mí significa felicidad. He tenido mil historias: unas buenas, otras no tanto; pero siempre encuentro en estas calles una forma de ser feliz.
Pero evidentemente no es igual para todos. Desde que empecé a venir a este puerto he podido evidenciar distintos sentimientos generalizados, pasando de la histeria al optimismo colectivos. Tratando de objetivar un poco la cuestión, cuento que ha sido particularmente difícil seguirle la pista a le economía del país. Esto porque, en primer lugar, en sí mismo el fenómeno es complejo y, además, porque no soy economista (algo que toda la vida me ha frutrado un poco).
La primera vez encontré un dólar a 211 pesos y era un escándalo. Luego lo encontré a 370, a 711 y a 850. En todas esas ocasiones me sentí “millonaro”. Ahora, y aquí viene lo curioso, lo encuentro a 1160 y todo para mí, que gano en pesos colombianos, es más costoso… porque caro jamás. El asunto pasa por el poder adquisitivo del peso local y no por la cantidad de pesos que te dan por cada dólar. La apreciación de la moneda es notoria.
Hoy la clase media (más que las otras clases) se está tomando “el último mal trago”, como bien lo vacitinó Javier Milei en su discurso de posesión. La nafta, los peajes, los arriendos, etc., están por las nubes y quizás esos aires no son tan buenos. Pero, así mismo, hoy les resulta más accesible vacacionar en Río de Janeiro que en Mar del Plata, lo cual resulta aparentemente ilógico.
Pero, más allá de todo, ¿saben qué se siente en el ambiente? Eso con lo que empecé la columna: optimismo. De verdad se siente que es el último mal trago, que será duro, como también lo dijo Milei, pero que será… ¡y ya está!
Me cuenta mi buen amigo Ariel algunos datos que podemos luego mirar en proporción: con la llegada del nuevo gobierno se evidenció que en su pueblo, de tan solo 12.000 habitantes, había unos 40 trabajadores ferroviarios y unos 30 del correo que cobraban el sueldo sin trabajar. También me cuenta que un arriendo en Capital pasó en unos meses de 400 a 1200 dólares. Esto demuestra que está ocurriendo de todo: depuración por un lado, inflación por el otro, alzas por aquí, bajas por acá… pero pase lo que pase, se siente optimismo generalizado.
Hay locuras que deprimen y locuras que emocionan.
El problema no está en tener un “loco” al mando. El problema está en el tipo de “loco”. Colombia y Argentina son la muestra de ello. Mientras en mi país el pesimismo se siente en el ambiente, por supuesto con la esperanza de girar el barco en el 2026, en Argentina todo es distinto. Es decir, en medio de esta crisis, para fortuna de muchos, se sienten los buenos aires (sic).
Por último, una escena que simboliza lo que cuento: anoche, saliendo de un show de tango, observo a una pareja a la que la pobreza se le notaba. Estaban en el suelo, tomando una Fanta, frente a la Avenida 9 de Julio -la más ancha del mundo-, al lado del teatro Colón -uno de los mejores teatros líricos del mundo-, a escasos 200 metros del Obelisco -uno de los monumentos más emblemáticos del mundo. Y sin ningún gesto obsceno o exhibicionista, se besaban apasionadamente como si a pesar de sus circunstancias, nada alrededor importara más que ellos.
No puedo romantizar la pobreza… pero tampoco el amor, porque éste romántico ya es per se. Estoicismo, optimismo y amor es todo lo que necesitamos para ser felices.
Y a propósito de esto: feliz navidad para todos.