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Nicolás Gómez A. Impuestos

Mis impuestos no son del Pacto Histórico

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Una cosa es ser el ordenador del gasto, encargado de ejecutar el Presupuesto General de la Nación, como lo manda la Constitución. Y otra muy distinta es malversar los recursos públicos para satisfacer intereses particulares, lo cual es una grave falta que traiciona la confianza de los ciudadanos que con esfuerzo contribuimos al sostenimiento del Estado.

No solo es la corrupción o la equivocada ejecución presupuestal que termina en obras chambonas, programas mal diseñados o promesas incumplidas. Va más allá: es la utilización del erario para fines políticos, es el desvío descarado de recursos públicos para la propaganda del gobierno de turno como vimos el pasado 19 de septiembre y que también hemos visto en el pasado.

Por eso, mis impuestos tampoco son del uribismo, santismo, duquismo o cualquier otro “ismo” que ojalá no llegue a gobernar nuevamente el país. Mis impuestos, al igual que los de millones de colombianos, no son de un determinado partido político que ejerce el poder ni tampoco del presidente, ministro o funcionario en ejercicio que piense que tiene derecho a administrarlos como su feudo personal. Mis impuestos son fruto de mi trabajo y pagarlos es un deber que con esfuerzo y patriotismo cumplo cada día.

Es inaceptable que ese sacrificio sea utilizado para inflar egos políticos y promover agendas particulares que buscan asegurar la permanencia en el poder de una u otra ideología.

Mockus decía: “los recursos públicos son sagrados”. Por ello, sea un peso o diez mil millones que se malgasten o roben, deberían llevarnos al nivel más alto de indignación.

Lo anterior no sucede porque existe un problema de fondo: la desconexión del ciudadano con el Estado. El colombiano hoy en día tiene un desapego con la institucionalidad, incluso asco, debido a la continua decepción que han generado y alimentado los gobernantes actuales y del pasado. No todo fue malo, pero sí seguro no fue suficiente.

El descontento y la distancia de la ciudadanía colombiana con el Estado han permitido, —perdón la expresión—, que unos desgraciados politiqueros se aprovechen del erario con total impunidad. La falta de exigencia a nuestros dirigentes nos ha vuelto un pueblo dócil y acomodado que calla ante el abuso.

Álvaro Gómez sostenía, a costa de su vida, que la moralidad en el ejercicio de lo público era un requisito imprescindible para el quehacer de la política. Idea que lamentablemente pasó de moda y que debemos volver a exigir para revivir una premisa alvarista: no se requiere de un fallo judicial para condenar moralmente a un político.

¡Debemos elegir mejor! Ese sin duda es el primer paso, pero de nada servirá si no le enseñamos a la gente que el dinero de sus impuestos no es caja menor del gobierno de turno y que, no solo se debe procurar su adecuada administración, sino la eficiente asignación y ejecución.

Porque recordemos que el único ser que puede gastar más de lo que gana, perder el dinero sin preocuparse por las consecuencias y sobre endeudarse al punto de la quiebra es: el político.

Como no es dinero de ellos, no les duele. Por eso, lo invito a que comparta esta columna y que sumemos a más ciudadanos a exigir que se respete el aporte que nace de nuestro esfuerzo y que recordemos que los partidos políticos pasan, los gobiernos cambian, pero los impuestos los seguimos pagando los mismos de siempre.