Por Marco Tulio Gutiérrez Morad
El mundo lleva un año sometido a un cambio abrupto, una cotidianidad que, sin antecedente o parangón, modificó para siempre nuestra percepción de la tranquilidad, la institucionalidad y la vida en sociedad. La covid-19 transformó para siempre nuestro planeta y trajo un incuestionable nuevo orden, en el que, aparte de las irreconciliables diferencias históricas entre las clases sociales, aparece un nuevo escenario de discrepancia: quienes se han visto afectados por el virus y aquellos que no, en lo que es una real laceración multidimensional. Por un lado están los millones de personas con quebrantos de su salud, que muestran un saldo de 112 millones de infectados y 2,4 millones de fallecidos; por el otro lado está la afectación económica, que ha traído como corolario hambre y desesperación, y ha hecho que los índices de pobreza del mundo se incrementen dramáticamente, como no sucedía hacía décadas.
En contraposición está la facción de la población que no ha sufrido afecciones de su salud ni se ha visto afectada por el inclemente coletazo económico, sectores que no han contemplado cambios en su statu quo y que, por el contrario, han sacado un rédito positivo, incluso inimaginable, a las apremiantes circunstancias que nos circundan. Qué decir de las cifras de las grandes compañías tecnológicas que, en 2020, pulverizaron sus récords de ventas y crecimiento; solo el caso de Amazon es inverosímil, pues en 2020 incrementó su capitalización en US $570 000 millones y, como si esto fuera poco, aumentó la cotización de su acción en un 63,3 %, es decir, se valoriza en el mercado bursátil en US $3139,99. Estas circunstancias nos ponen a pensar en que los escenarios a los que debe enfrentarse la nueva política y su mensaje deben tener en cuenta que, más allá de la perenne dicotomía entre la pobreza y la riqueza, la seguridad y la inseguridad, la igualdad y la desigualdad, hay un nuevo factor que ha ocasionado, para unos, el incremento catastrófico de su pobreza y, para otros, la acrecencia exponencial de su riqueza. De ahí que una de las nuevas prioridades en todos los discursos políticos ha de ser la incuestionable mitigación del virus. Ese es el nuevo lenguaje de la política después de 2020.
Las consecuencias mortales del virus llegaron para quedarse como un factor de política estatal, como un elemento infaltable dentro de cualquier debate gubernamental. Véase la experiencia de los Estados Unidos: al margen de los resultados electorales obtenidos por Trump, su fracaso en la reelección sin duda estuvo enmarcado por una reacción connatural a su manejo errático de la crisis sanitaria, yerro que para el presidente Biden ha sido muy fácil solucionar y direccionar, primero, al implementar medidas lógicas y sencillas, pero que, en cabeza de Trump, no se veían posibles, como el simple uso obligatorio del tapabocas. En segundo lugar, a Biden le tocó la salida masiva de las vacunas y, durante febrero de 2021, logró tener más personas vacunadas que contagiadas. Este hecho trajo una reducción del 57 % de los casos en el país que, para noviembre de 2020, crecían a un ritmo de 100 000 contagios diarios.
Mientras los países industrializados y desarrollados han dado un verdadero ejemplo sobre eficiencia y eficacia en los planes masivos de inmunización, en nuestro contexto latinoamericano, las jornadas han estado empañadas por insólitos episodios de corrupción: en Perú se habla de un “vacunagate”, en el que, con ocasión de su estatus en el alto Gobierno, al menos 487 personas fueron vacunadas, saltándose el orden prioritario de ciudadanos que sí requerían la inoculación en primera línea. Asimismo, en Argentina se habla del “vacunatorio VIP”, en el que, por encima de la población en situación de apremio, alcaldes y funcionarios de alta jerarquía están recibiendo la dosis. Así, en casi todos los países de la región surge algún cuestionamiento o existen visos de corrupción con los programas de inmunización.
En Colombia, la vacuna se ha convertido en un pretexto para hacer política y, muchas veces, para hacerla de manera sucia. Ciertos sectores ridiculizan y minimizan el titánico esfuerzo del Gobierno nacional y pretenden que, en menos de una semana, se suministren más dosis que en Suiza. Se optó por acusar al Gobierno de no haber sido diligente con la velocidad de la negociación; sin embargo, se ignora que dicha negociación llevaba implícitas delicadas circunstancias de responsabilidad que podían haber traído perjuicios irremediables para nuestro país. Claro, en estas circunstancias de emergencia, las fotos y el despliegue mediático sobran; son componentes fútiles de una vanidad que, en este momento, no se requieren. Por ello es necesario que el Gobierno centre todos sus esfuerzos en lograr que el plan de vacunación se materialice exitosamente en todos los sectores, desde el Gobierno central hasta las entidades territoriales. Esta cruzada debe priorizarse con directrices que les impriman un compromiso a las EPS y, como parte de una política pública, se sancionen las entidades que quieran privilegiar a unos pocos en detrimento de la población vulnerable que requiere cuanto antes la vacuna, así como fijar lineamientos que eviten el constante choque entre Administraciones territoriales con el Gobierno nacional.
El desafío para los políticos que aspiran a llegar al poder en 2022 debe incluir una novedosa forma de transmitir el mensaje de la prevención sobre la transmisión, el adecuado uso de la vacuna y la sensibilización ante el tema. En nuestro país son escalofriantes los índices de la población que no quiere acceder a la vacuna (más del 40 %), motivada por diagnósticos médicos que encuentran en Internet emitidos por el “doctor Google”, por los erráticos mensajes de algunas congregaciones o por disparatadas teorías conspirativas. Por eso es fundamental que, más allá del lenguaje del odio y de la polarización, los candidatos piensen en el bien que esta vacuna conlleva y hagan el esfuerzo común de erradicar por completo los desastres que el SARS-CoV-2 ha dejado en nuestro país.