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El crimen como revolución

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Tan solo una tercera parte, o menos, del oro que se explota en Colombia es legal.

Jaime Eduardo Arango. Analista y consultor. Twitter: @jaimearango9

Informes oficiales calculan que el 85% del oro que se exporta desde nuestro país es producto de la minería ilegal y agregan que el valor por kilo en ese mercado oculto está por el orden de los $250 millones de pesos. La cifra final del total de la operación será seguramente enorme.

Se sabe también que producimos unas 200.000 toneladas de hoja de coca al año, que se convierten en 1.600 toneladas de cocaína. No existe certidumbre sobre el valor de estas economías ilegales en Colombia que a saber son tres principales: el narcotráfico, la extracción ilícita de minerales y la corrupción, pero el punto es que ya son tan grandes que por su propia dinámica están exigiendo un espacio en el poder real. No se trata de si quienes lideran esas economías buscan intencionalmente participación política, se trata de que no pueden evitarlo.

¿Pero cómo llegamos a este punto? Primero mediante una revolución agrícola. Entre 1999 y 2013 se dio una reducción constante de los cultivos de coca hasta llegar a menos de 60.000 hectáreas, sin embargo, en tan solo cuatro años, del 2014 al 2018 el área cultivada creció hasta 169.000 hectáreas, esto es 109.000 ha más, es decir 27.250 ha más cada año, un promedio de 75 ha cada día.

Ningún producto agrícola en Colombia se ha extendido a esa velocidad, en tantos territorios simultáneamente y, sobre todo, implicando a segmentos tan amplios de población. Segundo, mediante una figura del pensamiento mágico que para efectos de uso periodístico llamamos “acuerdos de paz”, que son en realidad la legitimación de capitales ilegales a partir de lo cual se espera que una parte significativa de una banda armada se desarme.

Lo uno y lo otro sucede, sin duda, pero los activos ilícitos del negocio en cuestión no son parte del acuerdo y permanecen intactos.

Esta dinámica permitió que las rentas ilícitas se convirtieran en economías ilegales, es decir en entornos transaccionales de los cuales dependen para sus actividades cotidianas sectores significativos de la población, esto ha creado un nuevo grupo de interés que podemos denominar la retaguardia social del crimen, estas personas no son en lo absoluto criminales, ni quieren serlo, pero dependen en todo de las organizaciones armadas que controlan el territorio donde viven, lo que implica que estas organizaciones pueden movilizarlos, o instrumentalizarlos en función de sus intereses cuando lo crean necesario.

Era lógico que alguien pensara que esta retaguardia social del crimen podía convertirse en vanguardia política, pero esto requería de un mito legitimador, de una causalidad que lo explicara en tono moral y esto fue lo que descubrió el Pacto Histórico y los llamó “los excluidos”, “los nadies”, pero para contar con ellos como una suerte de reemplazo de la vanguardia del proletariado, debía primero acordar con los jefes de las organizaciones criminales que controlan estos grupos y a esto lo llamaron primero “perdón social” y luego “paz total”, pero en realidad es una estrategia dirigida a la ocupación de la sociedad civil usando como primeras líneas a las economías ilegales.

Por eso a la gente del Pacto y a su jefe no les importa que asesinen policías y destruyan pozos petroleros, o asolen las haciendas cañeras, o ocupen el Bajo Cauca. Desde el poder, esa es una rebelión legitima. Cada organización criminal es potencialmente una organización revolucionaria. Son acciones de vanguardia política, o eso creen, atrapados en lo que García Lorca llamó “una vaga astronomía de pistolas inconcretas”.