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La virtualidad en la justicia ha creado mayores obstáculos y disculpas para la atención y ha permitido un juez ausente y escondido que no responde a los usuarios”

Enrique Gómez Martínez

En la hora de mayor protagonismo, cuando muchos colombianos requerimos de toda la entereza democrática de las Altas Cortes, cuando el país se enfrenta al resurgir de los grupos terroristas y mafiosos con pretensiones territoriales en lo urbano y en lo rural, cuando se develan las puntas de un narco escándalo en la elección del presidente, cuando el Gobierno Nacional se apresta a colgarle una monumental carga a la justicia laboral con su nuevo estatuto laboral, en medio del dominio de las calles por la delincuencia común, cuando se espera la votación en el Congreso de la nueva jurisdicción agraria, la hipócrita reforma a la justicia y la oscura y manchada ley de sometimiento, la justicia colombiana ha sucumbido a la crisis endémica que la cobija desde hace décadas.

La digitalización del expediente judicial, en la cual se han invertido enormes recursos, ha resultado caótica ya que cada juzgado lo actualiza a su aire, resulta ineficaz y con certeza no ha reducido la morosidad. Más bien lo contrario. Sin estadísticas, porque tampoco las tenemos actualizadas como lo requiere la necesaria transparencia y seguimiento, la percepción de los usuarios es que aumentan las demoras en la resolución de recursos y duración de los procesos.

La virtualidad en la justicia ha creado mayores obstáculos y disculpas para la atención y ha permitido un juez ausente y escondido que no responde a los usuarios.

En el anterior sistema, por lo menos, existía el recurso de acudir a la baranda a reclamar y confrontar al juez por el incumplimiento de términos y decisiones ilógicas.

Y la calidad de las decisiones ciertamente no ha mejorado. Al contrario, los litigantes perciben que las pruebas se entierran en los anexos digitales y no son adecuadamente consideradas.

Los fallos no se profieren en su mayoría en audiencia, como lo requiere la justicia oral, y no se profieren a tiempo. La Corte Constitucional casi que “derogó” la norma que imponía límite y sanciones al juez moroso en el Código General del Proceso.

La inoperancia de la Fiscalía y la justicia penal en general se evidencia en los indicadores desmoralizadores de impunidad, reincidencia y la proyección de la delincuencia común, mafias con control territorial.

Mientras promueve una reforma al código penal, basada en el desmonte de tipos penales, el Gobierno evita la inversión en las herramientas para reducir la impunidad como el aumento del pie de fuerza de Policía, la contratación de más investigadores criminales, fiscales y jueces y la creación de nuevos cupos carcelarios.

La jurisdicción agraria en ciernes creará 300 nuevas plazas judiciales, pero no tendrá las herramientas reales para atender la enorme cantidad de conflictos de tierras del país que comprenden múltiples situaciones de facto diversas, muchas de ellas generadas por el mismo Estado, y que seguirá sin garantizar el acceso y por ende la solución rápida de reclamos de usuarios campesinos despojados. Sin resolver estos conflictos no llegará la seguridad jurídica al agro hoy paralizado por la morosidad en los procesos de restitución de tierras en particular.

Tal vez las Altas Cortes estarán a la altura en los próximos desafíos a la democracia que están implícitos en la agenda legislativa del Gobierno. Pero el sistema de justicia que presiden, y respecto al cual insisten en mantener la total autonomía administrativa y la ausencia de seguimiento y control de resultados, profundiza la inseguridad jurídica, aumenta la violencia y deprime a una población que se siente expuesta a la criminalidad y a la impunidad en todas las especialidades.

La reforma a la justicia está ausente de la agenda del Gobierno que todo lo reforma. Por algo será.