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Andrés Sánchez Forero historia

Trazar el recorrido de la historia

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Este año, tuve la oportunidad invaluable de trabajar junto a la División Córdova del Ejército Nacional en un proyecto editorial que, en el contexto de los dos siglos de la victoria libertadora en la batalla de Ayacucho, reivindicó la figura del general José María Córdova, uno de los grandes héroes de nuestra independencia y, sin embargo, uno de los menos conocidos. A pesar de ser uno de los grandes héroes de nuestra independencia, su nombre parece más asociado a un aeropuerto, una escuela de cadetes y un departamento que a su legado histórico. Sumergirme en los textos sobre la vida, la obra y la influencia del León de Ayacucho fue un recordatorio de cuánto desconocemos de nuestros propios símbolos.

Hace diez años, terminaba otro proyecto editorial y de investigación donde tuve el honor de descubrir la historia del barrio La Merced, uno de los más hermosos de Bogotá, a través de los relatos de sus dueños originales (muchos, fallecidos años después) y de la memoria de su patrimonio bien conservado. Primero, por la estadía de George Marshall -el “organizador de la victoria” en la II Guerra Mundial según Winston Churchill, creador del Plan Marshall, secretario de Estado de Harry Truman y futuro Premio Nobel de la Paz- en la casa de la familia Puyana durante el Bogotazo; y luego gracias al celo de instituciones como el CESA y algunas gobernaciones que, durante décadas, han cuidado las casas del barrio.

Menciono estas anécdotas de mi vida laboral para ilustrar una pregunta que ha invadido mi cabeza durante años: ¿por qué Colombia, siendo un país que dice preocuparse por su memoria histórica, no se interesa por mostrarla? Más allá de las constantes pugnas por el relato histórico en un país polarizado como el nuestro–que van desde las performances amarillistas de Miguel Polo Polo hasta las medias verdades de Renán Vega–, nuestros monumentos parecen ocultos, desaprovechados o carentes de impacto. Fragmentos, la conmovedora instalación de Doris Salcedo hecha con baldosas de armas fundidas, está escondida en una casa del centro de Bogotá. Mientras tanto, la Plazoleta de los Héroes, al lado del Ministerio de Defensa, es un espacio que no transmite la solemnidad de lugares como el Cenotafio en Londres, el Arco del Triunfo en París o el Monumento a los Veteranos de Vietnam en Washington.

El problema no es solo de los monumentos. Los lugares donde la historia de nuestro país se ha movido están, en el mejor de los casos, escondidos. En la investigación de La Merced, por ejemplo, apareció el nombre de Melitón Escobar Larrazábal como el primer dueño de una de las casas del barrio. Hoy, ese nombre no dice nada, pero en 1923, Escobar escribió un informe sobre la explotación de indígenas en la frontera colombiana junto a un joven funcionario llamado José Eustasio Rivera. Un año después, Rivera convertiría ese recorrido en La vorágine, una de nuestras novelas fundacionales, cuyo centenario conmemoramos en 2024.

Historias como las de Melitón Escobar se esconden, no solamente en La Merced, sino en buena parte de los barrios tradicionales de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla, Cartagena, Manizales o Bucaramanga. Recuerdo a mi profesor de literatura del colegio, Juan Carlos Muñoz, contarnos indignado en 1999 cómo la casa donde vivió León de Greiff (uno de sus poetas preferidos, afición que nos regaló a muchos de sus alumnos gracias a su pasión contagiosa) en el barrio Santafé había sido demolida poco tiempo atrás. Hoy, allí queda un parqueadero al lado de un prostíbulo.

No es nuevo el diagnóstico sobre el desconocimiento de nuestra historia. Por suerte, hay iniciativas que nos obligan a pensarla de nuevo, que trascienden el sector editorial o las aulas de una universidad. Reconforta ver cómo, por ejemplo, la fotógrafa Stefanía Álvarez ha construido una comunidad que resignifica la ciudad a través de los recorridos y las fotos de edificios olvidados. Cuando veo lo que ella hace, resuenan en mí las palabras de Richard Rogers, el arquitecto al que debemos las torres Atrio, “una habitación es la puerta de entrada a una ciudad”. Esfuerzos como la comunidad de Álvarez y las fotos de muchos usuarios anónimos de Instagram que alimentan el algoritmo, dejan claro que la ciudad se construye desde esas ventanas.

Para contribuir a este rescate, propongo dos ideas. La primera es sencilla: instalar placas informativas en lugares emblemáticos de la ciudad que cuenten su historia y los personajes que vivieron allí. La Secretaría de Cultura podría liderar esta iniciativa, como ya se hace en otras ciudades del mundo. La segunda implica una resignificación: cuando inició el mal llamado “estallido social” de 2021, un grupo de indígenas venidos de Cauca derribó la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada que se alzaba en la plazoleta del Rosario. El pedestal sigue vacío. Sugiero que, al igual que el cuarto pedestal de Trafalgar Square en Londres, se convierta en un espacio para esculturas o instalaciones de artistas colombianos y extranjeros que roten cada cierto tiempo. Instituciones como el Banco de la República, universidades como el Rosario y Los Andes, y la Alcaldía podrían actuar como curadores, permitiendo que el espacio cuente una nueva historia cada año.

Mientras las placas nos recuerdan el pasado, el arte nos ayuda a imaginar el futuro. En el camino, la memoria y la historia se entrecruzan.