Uno de los libros que más me conmovió en este 2024 fue Cuchillo de Salman Rushdie. Allí, el escritor angloindio cuenta la historia del ataque que sufrió el 12 de agosto de 2022, cuando Hadi Matar, un jovencito de 26 años, lo apuñaló en el cuello, el ojo y el brazo. A diferencia de otras formas de matar, como las armas de fuego, el cuchillo exige cercanía física con la víctima. Exige intimidad. Rushdie plantea incluso cómo el victimario, en los veintisiete segundos que tuvo con él, “seguramente se sintió feliz durante nuestro breve encuentro íntimo”, que terminó cuando, tras ser inmovilizado, “el A. [nombre que utiliza para referirse a Matar durante el libro] volvía a ser un don nadie”.
Este ataque fue consecuencia de la amenaza que Salman Rushdie recibió del ayatolá Ruhollah Jomeini en 1989 tras publicar Los versos satánicos, una gran novela donde se combinan mitos preislámicos, la historia de Mahoma, y la experiencia inmigrante de la enorme población india residente en el Reino Unido. El líder supremo iraní anunció el llamado a matar a Rushdie, apoyado por millonarias recompensas y por el llamado al silencio de personajes como Jimmy Carter, Cat Stevens y Roald Dahl. La historia, que el autor cuenta en su biografía Joseph Anton de 2012, había quedado ahí hasta que el joven Matar, tras ver un video de radicales musulmanes y sin haber leído una sola página de la novela, decidió cumplir con el mandato del ya fallecido semidiós iraní. De hecho, hace una década Rushdie advirtió que, de haberla escrito más recientemente, no podría publicar la novela hoy en día por el clima de “miedo y nerviosismo” que vivimos.
Leyendo Cuchillo, más aún esas líneas que cité, pensé en esos batallones de bodegueros que azotan las redes sociales para defender a su líder político a toda costa. Si en los ochenta amenazaban con sufragios y adolescentes que recorrían con motos y revólveres las ciudades, hoy utilizan a cientos de miles de cuentas, tanto anónimas como con nombre propio, para insultar durante veinticuatro horas a todo aquel que se atreva a insultar a su líder. Hay de todo tipo: desde niñitos en busca de asegurar su futuro laboral en el régimen hasta viejos que pagan su puesto con trinos varios, desde humildes jóvenes sin ningún tipo de educación hasta flamantes doctores que enseñan en reconocidas universidades, desde los barrios más pobres hasta -incluso- dos o tres bodegueros adinerados (o residentes, dicen, en Londres, Barcelona y Nueva York) que defienden con afiladas garras a ese régimen.
Esas hordas, incapaces de pensar por sí mismas, mascan la información que reciben de sus fuentes (porque los medios de comunicación tradicionales están al servicio de sus rivales y no cuentan la verdad) sin ningún tipo de crítica. Así, convierten los trinos de lalis y wallys, los Spaces en X/Twitter dirigidos por anónimos y acompañados por figuras repentinamente famosas a punta de hashtags, y las noticias publicadas en fuentes hechas a la medida, en información que, a fuerza de una repetición inmediata que haría sonrojar a los propagandistas nazis Joseph Goebbels y Julius Streicher, deviene en una supuesta verdad.
Es precisamente esa información la que permite a este grupo de zombies informativos, dignos de The Last of Us y The Walking Dead, aceptar todo lo que haga su líder, así se contradiga con todas las promesas de cambio que utilizaron para encandilar incautos en 2022. Si nombran, digamos, al estratega detrás de este cardumen de mentiras, Sebastián Guanumen, como embajador en Chile, dirán que es un “joven profesional hostigado y perseguido por Semana y demás medios de desinformación”. Ante el nombramiento como embajador en Tailandia de un personaje como Daniel Mendoza, que combina la simpatía por el abuso sexual y la pederastia con la desinformación a través de su supuesto documental Matarife, responderán que este compendio de mentiras fue “la obra cinematográfica colombiana del siglo y uno de las razones por la que el cambio llegó al poder”, por lo cual “el gobierno tenía que reconocerle a Daniel todo lo que ha hecho por su patria”. Y así sucesivamente.
Si el asesino adolescente de los ochenta apenas buscaba bienes materiales, como lo recordó en La Virgen de los sicarios Fernando Vallejo, el sicario moral de hoy busca el hedonismo de “peinar” al opositor con una risa que, lejos de cargar humor o crítica (carcajadas que temen todos los líderes de sectas y que persiguen con toda la sevicia posible), es más la venganza callada de alguien que se finge oprimido y encontró en su semidiós su camino y su verdad. Es decir, insultarlo con toda clase de calumnias y mentiras que se acomodan, hasta “callarlo”. Cierto, hay diferencia entre los balazos que acallaron a los opositores de narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares y demás delincuentes (o acallan, como lo demuestra la reciente muerte de Edgar Garay en Sucre) y los madrazos que recibimos todos los días quienes nos atrevemos a opinar. Pero, si algo nos ha enseñado la historia es que no hay mucha distancia entre los llamados a “peinar” y las acciones concretas con efectos permanentes. Si no me creen, lean Cuchillo o recuerden lo que ocurrió con los asesinados por Charlie Hebdo hace casi una década.
Por cierto: así como se da en la izquierda, también ocurre en la derecha.