Es uno de los pueblos más hermosos que ofrece este departamento cafetero y, a la vez, es el municipio más grande y antiguo de la región.
Fotografías y texto por Ricardo Otero
Con 3 mil pobladores en su casco urbano y miles más en su vasta y exuberante zona rural, Salento es el hogar del árbol nacional conocido como la palma de cera. Su fundación se remonta a 1842, siendo también un lugar estratégico considerado “camino nacional” por donde pasaran próceres y primeros exploradores científicos.
Este sitio ubicado entre el corazón de Colombia y las costas del pacífico tiene un atractivo sin igual. Si bien, los pueblos de Colombia son de una maravilla longeva y colonial, este, es de los más representativos e icónicos dentro de la cultura del llamado eje cafetero. Su población ha visto pasar por sus calles a visitantes, viajeros, exploradores y al Libertador mismo, allá por 1830.
Hace unos años tuve la oportunidad de conocer estas tierras ajenas a mi propio hogar. La idea era llegar al Parque del Café, pero durante el recorrido, fui aprendiendo más sobre lugares icónicos y representativos de la región. Al preguntar, siempre escuchaba la palabra “Salento”, de tal forma que busqué a cuánto estábamos de aquel municipio que ya se había tomado nuestra curiosidad. Luego de conversar un poco, decidí aventurarme a conocer aquel paraje que se había impuesto sobre nosotros.
Al llegar a dicho pueblo, la fortuna o el azar me pusieron allí justamente el día que comenzaban sus ferias y fiestas tradicionales, No podía creer mi suerte: conocer no solo la belleza propia del lugar, sino poder ver sus calles llenas de visitantes de todas partes de Colombia y del mundo. Desconocía el atractivo de este viejo pueblo cafetero.
Esta coincidencia solo aumentó la potencia de mi experiencia, pues a donde mirara había alguna explosión de color, arte y tradición. Los mimos se multiplicaban, las familias llenaban las calles con padres, madres, abuelos, hijos y nietos, todo lleno de un arcoíris humano que convertía sus calles en ríos de gente, más un oleaje de seres vivos con quienes compartía la misma sorpresa en el rostro.
Recordar Salento es volver a escuchar su música, volver a tener aquellas imágenes del ocaso posándose sobre las fachadas de sus casas coloniales, sobre las personas, sobre todo. Decenas de artistas creaban la banda sonora de esta experiencia. Su música se mezclaba constantemente en una estridencia melódica que convertía el caminar, en un fenómeno casi psicodélico. Algunos de estos músicos eran extranjeros. Vi la presentación de un par de escoceses que pasaban por el lugar y decidieron quedarse durante las ferias. Otro era un grupo de abuelitas que tocaba música tradicional campesina, y más adelante, personas bailando una cacofonía de melodías en el ambiente. Todo gritaba paz, todo gritaba magia y fraternidad.
Un día entero duramos recorriendo el pueblo, en cada esquina había algo que hacer, algún juego que jugar o simplemente sentarse en algún mirador a contemplar la caída de la tarde con un mando dorado que cubría todo lo que la vista alcanzara a observar.
Su atractivo no se limitaba solo a la experiencia en comunidad, observar los detalles de su arquitectura era un deleite, ver las aves y rebecos cruzar los cielos mientras nos obsequiaban sus cantos indiscernibles, quizá versos sobre su hogar, quizá simplemente un saludo de bienvenida a los forasteros, convirtió aquel recorrido en una profunda exhalación, uno de esos instantes en los que todo sale perfectamente y no existen preocupaciones sobre el pasado, o temores sobre el futuro, era simplemente estar allí, viviendo.
Cuando te encuentras con lugar como este, se pierde la noción del tiempo, un minuto pasa a ser una hora, y un día se resume en un momento. Recorrer sus calles, su gastronomía, sus dulces, todo configuraba un viaje al que había sido llevado sin ningún tipo de noción preconcebida.
Teniendo en cuenta que las ferias y fiestas suelen tener un atractivo universal, también están llenas de particularidades y pequeños detalles que las distinguen de las demás. Salento tiene un aura acogedora, multicultural, de una naturaleza hogareña y segura. Esa fue la impresión que me quedó marcada. Un pedacito de nación que traía los recuerdos de infancias entre abuelos y primos, un lugar en la memoria en la que el mundo era más pequeño, más feliz.
La arquitectura de Salento destaca por un gran número de casas con balcones de madera adornados por flores y pequeños jardines, estos sirven a su vez como lugar de transito para distintas aves y pequeños pájaros. De un estilo colonial y vistosos, estos hogares albergan familias tradicionales de la región que convierten sus fachadas en coloridos espacios durante las ferias y fiestas, unas de las más importantes de la región, donde abuelos y jóvenes realizan presentaciones al aire libre, ya sea de música o simplemente puestos ambulantes de comida, sus largas calles se transforman de un apacible hogar, en un lugar de color y cultura, ofrecido con calidez y orgullo a miles de visitantes durante el mes de enero.
Este es un inigualable recorrido al que están invitados todos los colombianos y visitantes extranjeros. Su riqueza paisajística lo convierte en uno de los territorios de mayor atractivo. Sus montañas y terrenos llanos acompañan la carretera. Un clima cálido y fresco, con oleadas de frío viento hacen que caminar sus calles sea una experiencia agradable en cualquier momento del día.
A unos pocos kilómetros se encuentra el Valle del Cocora, hogar de imponentes y altas palmas, bastante reconocidas no solo como un árbol nacional, sino por su propia belleza que expande las nociones de naturaleza y vida que rodean uno de los más formidables escenarios de interacción entre la biodiversidad y la presencia humana, donde las aves y demás fauna silvestre habita en paz junto a los humanos que ven en esta tierra, un pedacito de nación que invita a disfrutarla, tanto como a respetarla, esperando que en 200 años más, alguien pueda escribir nuevamente sobre sus balcones, sus ocasos, sus artistas y sus gentes del mundo.