Helena Araujo
Por: María Angélica Pumarejo
En 1971 Helena Araujo sale de Colombia a Suiza en un autoexilio que la llevaría a consolidar lo que ya desde muy joven había demostrado: una férrea disciplina para el análisis literario, un profundo interés por la crítica de la literatura escrita por mujeres y, por supuesto, el desarrollo de la obra narrativa propia. Es posible que tengamos que decir con Araújo, algo así como “le debemos todo a Suiza”, teniendo en cuenta que en ese país despliega todo su talento de ensayista y escritora para dejarle a la literatura colombiana una obra de primer orden.
Si ante algo nos inclinamos en los cuentos y novelas de la escritora bogotana es ante la voz narrativa. Como si estuviera puesta de techo, piso, pared y luz afuera y adentro, la voz que narra la historia es poderosa y no se ha conformado con dar cuenta de todo lo que ve y mostrarnos a personajes, situaciones, la trama. Más allá de todo eso, la voz no escatima en mostrar sus asombros, sus empatías, sus aprobaciones o desaprobaciones.
Lleva al lector en su canto, para que sienta los movimientos a su ritmo y el lector se entrega.
Así, con esta voz, es como sentimos la vida de Adelaida: 1848. Somos testigos de una vida propia en una mujer cuyo destino se tuerce, para su propio bien, al quedar huérfana y sin fortuna. Sin padres y sin dote ya no resulta atractiva para ser casada con nadie de bien en la sociedad santafereña del momento. Se emplea entonces, como institutriz, siguiendo el ejemplo de la mujer gringa que había hecho para ella el mismo oficio, a quien le debe su ilustración pletórica de enseñanzas liberales y fe protestante, lejos del parroquianismo de la Nueva Granada. Allí descubrirá, con su mente ávida, su propio pensamiento y reflexión sobre los temas más apasionados, no sólo los literarios, sino los políticos.
“La crítica al Frente Nacional, a la distribución de la riqueza, al abandono de la provincia, los negocios con los gringos que avalan cada vez más a la clase burguesa y un largo etc. que retrata la sociedad colombiana”
Adelaida se enamora del conocimiento, de las luchas. Ve, en ese momento, con claridad la formación del orden político y el gobierno, la división de clases, el papel definitivo de la iglesia, la hipocresía social, se entusiasma con los gólgotas que constituían el ala radical del liberalismo neogranadino, asiste a sus reuniones. Siempre llena de interrogantes, de libros, de estudios sobre el arte, solo por sus lecturas de Jane Austen, de Benjamin Constant, entre muchos otros, soporta las “rutinas de la lluviosa, chismosa y beatísima Santa Fe” Es capaz de ser madre soltera solo por la experiencia del placer y de la maternidad. Con Adelaida, su última novela de publicación póstuma, Araujo, nos reitera el mismo mundo y los mismos intereses de Fiesta en Teusaquillo, la primera.
Fiesta en Teusaquillo se publica en 1981. Desde su exilio pone a la Bogotá hipócrita a revisarse. No escatima acá tampoco en discusiones, retos y reflexiones en medio de una fiesta prolongada en una casona del barrio bogotano, donde los contertulios son obispos, militares, diplomáticos, líderes sindicales, políticos de lado y lado, la izquierda de esos años, la burguesía que se cuestiona a sí misma en sus miembros más jóvenes y tozudos que quieren un país de otro orden. La crítica al Frente Nacional, a la distribución de la riqueza, al abandono de la provincia, los negocios con los gringos que avalan cada vez más a la clase burguesa y un largo etc. que retrata la sociedad colombiana. Acá el poder de la escritora: se ha sumergido en lo esencial, con una serie de personajes, caracterizados unos, y muy singulares y auténticos otros, ha hecho una comedia que ayer y hoy, nos sirven igual para seguir entendiendo este país.
Ya está acá la voz narrativa de la que hablamos, la misma que nos conduce al conocimiento de Enrique y Elsa en esa fiesta de Rogelio Pérez, a Juan Zuloaga, con la que sabemos que, por lo menos algunos de esos asistentes, se salvarán de seguir perteneciendo a ese enjambre flemático que tanto aburre a Elsa, en el la atormenta las generaciones de niñas criadas con la cuchara de plata en la boca, como piensa: “niñas de baile blanco, niñas educadas en el exterior y por eso mejor que se casen en el exterior y sigan vistiéndose a la moda y sigan hablando otros idiomas y sigan casadas aunque el matrimonio no les marche y se vean de pronto obligadas a inventar malestares, a fingir sinsabores, a rebuscarse tristezas, a pretextar nostalgias, recuerdos, añoranzas de su tierras, sí, al fin deseando, proponiendo, precipitando un regreso, una vuelta a ese país, a esa ciudad , a esas calles que apenas conocen, a esas palabras que apenas conocen, la bonanza cafetera, el precio del banano, el partido liberal”.
Los cuentos ostentan la misma cadencia. En Esposa fugada y otros cuentos viajeros, los relatos dibujan un mundo detallado donde confluyen el arte, la literatura, la diplomacia, la política, la lucha por el pensamiento y la vida propia de las mujeres. En El tratamiento, una mujer cae presa de los nervios y debe ser internada en una clínica psiquiátrica, lejos de sus hijos, a fin de curarle la maña de pintar. Dejarla tonta para que no pudiera agarrar los pinceles: “Esa manía de pintar la había perjudicado, afectado, trastornado, qué disparate”. En El Coloquio de Claudia nos asomamos a una dura crítica de la sociedad payanesa en una historia que transcurre en Venecia, en el evento del coloquio a la escritora, finalmente descrita frente a todo el público como una ególatra y una narcisa, por parte de Leonor, una de las asistentes. Esposa fugada es eso: Emilia fugada de un matrimonio en Colombia, que le había arrebatado sus hijos y la había sacado del país. Todo el divorcio, que aún no se definía, se había dado como represalia, porque Emilia se había atrevido a irse de viaje una semana a visitar a una antigua profesora en Estados Unidos. Son cuentos de personajes contradictorios, solitarios, traicionados, hechos con filigrana por parte de su autora.
La ficción de Helena Araujo, que los críticos reconocerán como autobiográfica, es primaria para las letras colombianas. Su obra es también un ejercicio de denuncia de todo lo que en una sociedad y en sus individuos está mal, de todo lo que debe ser aceptado, revisado, repudiado. Es una crítica valiente al orden social imperante y a sus gentes, a la vida y el pensamiento más íntimo de mujeres liberales y disruptivas.