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Gabriel García Márquez

Formas de leer una novela póstuma

Juan Gabriel Vásquez, uno de los escritores mas influyentes en América Latina, escribe en exclusiva para Alternativa una semblanza sobre la novela póstuma de Gabriel García Márquez.

Entre todas las maneras de publicar un libro póstumo —y hay que decir que las hay muy malas—, los herederos de García Márquez han escogido la mejor. No tenían la autorización del autor, que murió años después de abandonar el proyecto, pero en cambio tenían un manuscrito completo y terminado. García Márquez dijo, hacia 2010 o 2011, que este libro no servía, pero también sabemos que en la misma época le leyó al editor Cristóbal Pera el final definitivo de la novela.

En este mundo de piratas donde todo lo que pueda venderse acaba siendo público, pensaron que la mejor manera de defender la novela inédita no era esconderla en una caja fuerte que igual no iba a protegerla, sino entregarnos la mejor versión posible, acompañada de una presentación respetuosa y una historia del manuscrito, para que podamos saber cómo llegó a convertirse en libro. Y yo lo agradezco.

Ya han llovido artículos sobre la novela y lloverán muchos más: con información precisa o recogida de oídas, con indignaciones puritanas o con justificaciones perdonavidas, pero yo espero que en la maraña de comentarios haya quien se tome el tiempo de leer el libro antes de opinar.

Es verdad que eso de las opiniones fundamentadas ya no está de moda, pero no lo digo sólo por pedir rigor y responsabilidad (cosas también pasadas de moda), sino porque el libro vale la pena.

Los lectores de García Márquez reconoceremos de inmediato la familia a la cual pertenece: En agosto nos vemos puede leerse como parte de una trilogía sobre amores extraños (si es que los hay de otro tipo), junto con Del amor y otros demonios y Memoria de mis putas tristes.

La nueva novela no es tan buena como la primera, pero es muy superior a la segunda: y éste es un argumento tan válido como cualquiera para juzgar su publicación, pues yo no entendería que existiera en mi biblioteca la historia del nonagenario pedófilo, derivación de Kawabata que nunca llega realmente a levantar el vuelo, y en cambio se me privara de esta bella meditación sobre el deseo y el paso del tiempo que es la historia de Ana Magdalena Bach.

Foto: Gabriel García Márquez / ©L.M. Palomares

En agosto nos vemos se puede leer de dos formas. Por un lado, los lectores pueden meterse sin pensar demasiado en las aguas conocidas de la prosa de García Márquez: sus ritmos impecables de poesía clásica, su humor duro y sus diálogos que no son diálogos, sino epigramas.

Pero también se puede leer recordando que alguna de estas imágenes la hemos visto antes: cuando el sexo de un hombre es un animal en reposo (igual que en Cien años de soledad), y cuando los hombres visten de lino blanco y tienen reloj de leontina (como en El amor en los tiempos del cólera), y cuando una mujer cruza el calor para ir a dejar flores en un cementerio (como en La siesta del martes), podemos sentirnos como en casa o preguntarnos si García Márquez, que ya había comenzado a perder la memoria cuando abandonó este libro, se habrá acordado de esos ecos familiares.

Y ésta es la segunda forma de leer la nueva novela: sin renunciar a los placeres de siempre, pero sin apagar la conciencia tampoco. Por caminos muy extraños, la historia de este libro puede tener una consecuencia secundaria que no me parece negativa: poner en evidencia para los lectores el trabajo inhumano que es escribir una buena página de ficción.

Yo sé que la cuarta versión de la novela, que está en los archivos del Harry Ransom Center, incluye hacia el final una frase críptica: “Es la única que ya lo había entendido desde que decidió que la enterraran en la isla”. Hay algo chirriante en la frase, pero el estilista de oído absoluto que fue García Márquez lo descubrió a tiempo, y en la versión 5 eliminó la repetición incómoda de ese “que” entrometido: “Ya lo había entendido cuando decidió que la enterraran en la isla”. Y así se ha publicado en este libro.

En agosto nos vemos

Quiero decir que En agosto nos vemos se puede disfrutar ciegamente, pero una lectura distinta alcanza a ver por debajo, como detectando el pentimento en una pintura. Y es un ejercicio fascinante. Hacia el final, después de una revelación que le cambia la comprensión de su vida, Ana Magdalena Bach vuelve a su hotel y se encuentra con una “orquesta juvenil” que está tocando en la terraza.

García Márquez escribe: “Después de la primera tanda de baile otra orquesta más ambiciosa inició el Claro de luna de Debussy en un arreglo para bolero”. Pero dos párrafos más abajo leemos: “Cuando la orquesta oficial terminó su tanda juvenil, otra más ambiciosa inició la nostálgica ‘Siboney’.” El lector puede pasar por alto esa repetición incómoda y aun contradictoria; para mí, es como una ventana por la cual alcanza a verse el quebranto inevitable —y tan conmovedor— de uno de los estilistas más rigurosos que en el mundo han sido.

Yo sólo tengo gratitud con los que han decidido la publicación de esta novela.

Es un añadido legítimo a la obra de un novelista extraordinario, y de alguna extraña manera retrasa o desactiva la momificación de su figura y el embalsamiento de sus libros. Aun con sus leves imperfecciones —o tal vez, para el lector que soy yo, precisamente por ellas—, es una pieza de mucho valor. Hay que saber leerla, por supuesto, pero siempre hay que saber cómo se lee un libro póstumo: cómo lo juzgamos, cómo lo apreciamos, qué lugar le damos en su familia literaria. Lo que agradezco es que nos dejen tomar esas decisiones a nosotros, los lectores. Después de toda una vida leyendo a García Márquez, tal vez sea lo mínimo que nos merecemos.