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Aguando la fiesta: Reflexiones malsanas sobre el cine colombiano a propósito de Los Reyes del Mundo

Por Deivis Cortés. Columnista y crítico de cine

dacortesp@gmail.com

Llevamos algunos años con un nuevo género en el cine colombiano: el género de los muchachos marginales enmarcados en paisajes exóticos. Un nuevo género que vende en Europa porque ciertos festivales están premiando lo que ellos creen que es Colombia: cierta marginalidad, cierta representación de la violencia ambientada con paisajes espectaculares, ciertas historias arquetípicas que permiten usar conceptos ambientalistas y sociológicos en la misma frase y antes de hacer un brindis.

El exotismo que denunciaban Luis Ospina y Carlos Mayolo parece haber vuelto, si es que en algún momento se fue. Volvió en forma de políticas estatales y proyectos que se arman pensando en generar más películas similares para que sean aprobadas por esas miradas extranjeras y para que, desde luego, esos mismos premios puedan ser luego mostrados como resultados en informes estatales de gestión. “Estamos cumpliendo porque los europeos nos avalan”.

Los reyes del mundo transmite la sensación de que los creadores tenían claro el punto de partida (Medellín) y el punto de llegada (tierra prometida), pero no se preocuparon por construir de manera convincente, rigurosa ni verosímil la línea que une esos dos puntos. A lo sumo se esforzaron por decorar el vehículo viajero poniéndole nombre egipcio, literalmente pintándolo de dorado, como para que los egiptólogos tengan también algo que decir y entre ellos y los sociólogos llenen los vacíos narrativos a punta de hermenéutica. “Es que ustedes no lo vieron, pero tal cosa en realidad significa esto otro. Está clarísimo”.

Las valoraciones positivas de la película no dependen de su narrativa o de su capacidad de conmover. Esas valoraciones están condicionadas por los premios recibidos. Un condicionamiento más tóxico de lo que parece a simple vista. No solo genera que los estudiantes (e instituciones) ávidos de reconocimiento se encaminen hacia esa dirección, sino que silencia a la posible voz opositora de ese paradigma.

Si alguien critica duramente una película como esta, si se atreve a señalar alguno de sus problemas o alguno de sus defectos o carencias, pareciera que está contradiciendo ese discurso sobrio y autorizado emitido desde Europa. El crítico opositor queda como ignorante comparado con esos expertos europeos que gustaron disfrutaron y premiaron esta película.

La gente que va a los cines no ve la película que está ante sus ojos: solo ven el sello de calidad de esos expertos que premiaron la película, las decisiones y la línea de pensamiento de esos jurados. Los espectadores parpadean fuerte y entre cierran los ojos esforzándose por ver (detrás de cada fotograma, secuencia, plano) eso que premiaron los que saben. Se esfuerzan por convertir su mirada en una mirada europea, para que esa película que posiblemente no les está gustando les empiece a gustar a las malas, porque por algo le habrán puesto esos laureles en el cartel, por algo mis amigos del club me la recomendaron y qué pena yo llegar hoy a la finca a aguarles la fiesta.